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A todo pueblo le llega su día del león. En cada una de las colecciones pueblerinas de consejas y anécdotas, se narra lo acaecido en aquella jornada que partió en dos la historia local.
En algunos lugares, el león es sustituido por otro agente. Interesante fue el caso de Cruz del Eje; allí en los años ’60, un novio despechado con acceso a una radio anunció, la noche de la fiesta de bodas de su antes prometida, la súbita ruptura del dique a cuya sombra está la población. La catástrofe anunciada produjo allí los mismos efectos memorables que aquí el gran felino.
Vamos pues al encuentro de las fieras. El relato es más o menos el mismo, siempre. Llega un circo al poblado, ofrece sus funciones, y en el curso de una de ellas el león, por descuido de algún empleado o del propio domador, encuentra abierta la puerta de la jaula. Sale de ella con paso meramente cansino, pero interpretado como majestuoso, porque al fin de cuentas se trata del rey de la selva. Se dirige quizás a las tribunas, ya para ese momento vacías. O bien rumbea hacia la abertura trasera de la carpa.
Allí se rompe entonces la cáscara de los comportamientos sociales al uso. Los legatarios del relato recogen episodios típicos: un hombre o una provecta dama que habitualmente caminan con dificultad, llegan sin saber cómo a la copa de una palmera cercana, o aparecen sobre la lona de un acoplado de camión; algún novio consuetudinario se olvida a su prometida a merced de las fauces del felino, que mientras tanto trota abúlico hacia la plaza o buscando algún jardín tranquilo. Un querido tío o abuelo, cuyo deceso y herencia aguardan devotamente los sobrinos o nietos, queda solitario en su butaca (más bien sillita de metal o de lona, en estos pobres circos de campaña) por vergonzosa huída de sus familiares.
En mi pueblo, el león pasó junto a las palmeras de la plaza, cargadas de dátiles humanos, como si nada. Cruzó en diagonal frente a la comisaría, cuyos efectivos, en el nerviosismo del momento, no atinaban a abrir sus cartucheras, ni siquiera a gritar una consigna, la que fuere: alerta, león, guarda... Encontró el jardincito de la familia Gambino, se enroscó bajo un arbusto de azahar que hasta hoy sigue como vivo monumento del caso, y se durmió beatíficamente. Cuando su cuidador vino a buscarlo, retomó el rumbo de su residencia habitual. Pobrecito, ya tenía enrejadas la memoria y la voluntad.
Con sano criterio humanitario, las leyes prohiben ahora tener leones capturados y exhibirlos. De todos modos, bajo otras formas, seguirán dándose jornadas similares a la narrada.
Es que no es tan fiero el león como lo pintan, sino a veces el ser humano.
(De: El Rey desnudo. 2010. Ramón Minieri.)
En algunos lugares, el león es sustituido por otro agente. Interesante fue el caso de Cruz del Eje; allí en los años ’60, un novio despechado con acceso a una radio anunció, la noche de la fiesta de bodas de su antes prometida, la súbita ruptura del dique a cuya sombra está la población. La catástrofe anunciada produjo allí los mismos efectos memorables que aquí el gran felino.
Vamos pues al encuentro de las fieras. El relato es más o menos el mismo, siempre. Llega un circo al poblado, ofrece sus funciones, y en el curso de una de ellas el león, por descuido de algún empleado o del propio domador, encuentra abierta la puerta de la jaula. Sale de ella con paso meramente cansino, pero interpretado como majestuoso, porque al fin de cuentas se trata del rey de la selva. Se dirige quizás a las tribunas, ya para ese momento vacías. O bien rumbea hacia la abertura trasera de la carpa.
Allí se rompe entonces la cáscara de los comportamientos sociales al uso. Los legatarios del relato recogen episodios típicos: un hombre o una provecta dama que habitualmente caminan con dificultad, llegan sin saber cómo a la copa de una palmera cercana, o aparecen sobre la lona de un acoplado de camión; algún novio consuetudinario se olvida a su prometida a merced de las fauces del felino, que mientras tanto trota abúlico hacia la plaza o buscando algún jardín tranquilo. Un querido tío o abuelo, cuyo deceso y herencia aguardan devotamente los sobrinos o nietos, queda solitario en su butaca (más bien sillita de metal o de lona, en estos pobres circos de campaña) por vergonzosa huída de sus familiares.
En mi pueblo, el león pasó junto a las palmeras de la plaza, cargadas de dátiles humanos, como si nada. Cruzó en diagonal frente a la comisaría, cuyos efectivos, en el nerviosismo del momento, no atinaban a abrir sus cartucheras, ni siquiera a gritar una consigna, la que fuere: alerta, león, guarda... Encontró el jardincito de la familia Gambino, se enroscó bajo un arbusto de azahar que hasta hoy sigue como vivo monumento del caso, y se durmió beatíficamente. Cuando su cuidador vino a buscarlo, retomó el rumbo de su residencia habitual. Pobrecito, ya tenía enrejadas la memoria y la voluntad.
Con sano criterio humanitario, las leyes prohiben ahora tener leones capturados y exhibirlos. De todos modos, bajo otras formas, seguirán dándose jornadas similares a la narrada.
Es que no es tan fiero el león como lo pintan, sino a veces el ser humano.
(De: El Rey desnudo. 2010. Ramón Minieri.)
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