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Mujeres que se arriesgan a romper el marco del cuadro que les estaba asignado; mujeres agitadoras y pensadoras. Por otro lado, mujeres que aceptan el orden prescripto y funcionan como un bien de cambio. Y en el discurso del diario o del expediente operan los sistemas de control de la época. La señora del ministro aparece en página central, como madrina en la botadura de un barco. La cacica, como nota pintoresca en su peregrinar por los ministerios. A las anarquistas se las menciona a raíz de un magnicidio. La acusada de adulterio, va presa.
No faltan mujeres a las que recordar, para que su memoria confronte con algunos “valores” que son disvalores. Lo que falta es que las recordemos.
La memoria social es concreta y es política. En filosofía la palabra “concreto” significa un inextricable tejido de lo inmaterial con lo material. La palabra, la imagen, se transmiten en su abrazo a un soporte material. Cuando el soporte cae, podrán pasar a otro. Y la memoria es política, porque es en el campo del poder donde se establece lo que será recordado... y lo que no. Desde este punto de vista, los nombres de los espacios públicos no son simples referencias cartesianas de tipo a-4 o f-9. Son símbolos en y con los que se rescata o pierde una historia. No da lo mismo que un lugar se llame Port Stanley, Puerto Argentino... o Puerto Rivero, para acudir a un ejemplo no tan remoto.
Ahora bien, qué pasa con la relación entre las mujeres y los nombres. Quiero decir, los nombres de las plazas, las calles, los pueblos de la Argentina.
David Viñas observó alguna vez que el personaje más presente en la nomenclatura urbana de Buenos Aires es el Coronel Ramón L. Falcón. Como jefe de la policía de la Capital, Falcón fue responsable del ataque policial a los manifestantes de Plaza Lorea el 1° de mayo de 1909, con un saldo de 8 muertos y 105 heridos; y del ataque subsiguiente a la comitiva que llevaba los muertos al cementerio. Fue muerto a su vez por el joven anarquista Simón Radowitzky. Hoy lo rememoran unos diez lugares públicos en Buenos Aires (a Falcón, no a Radowitzky).
En cambio, ¿dónde están los nombres de aquellas mujeres? En la ciudad de General Roca no encuentro ni una lejana calle de tierra llamada María Méndez. En cambio una arteria céntrica honra a Alfredo Viterbori, quien dicho sea de paso presidió la Liga Patriótica Argentina, asociación de derecha dedicada a matonear y reprimir los movimientos obreros y las huelgas. Aplique esto cada quien a su pueblo, a ver si allí no se da el mismo trato desparejo en los espacios públicos.
Tampoco hay calle, avenida, plaza, ciudad, pueblo, paraje o aldea que brinde el debido tributo de memoria a las dignísimas chicas de San Julián. Menos aún a las que padecieron cárcel o fueron soterradas o privadas de sus hijos por romper con el sometimiento. Porque ese fue el delito de unas y otras: no un levantamiento contra el orden social o el orden familiar, sino la ruptura con la sumisión.
Cuando un nombre de mujer aparece en nuestros espacios públicos, o bien corresponde a alguien que no suscitó conflictos con los papeles asignados – una enfermera, una monja bondadosa, una dama que bordó banderas. O bien, si ella fue algo más, algo distinto, ya queda tan lejana en el tiempo que su mención no suscita curiosidad; tal el caso de Juana Azurduy o Mariquita Sánchez. Excepción honrosa, se me dirá, el nombre de Azucena Villaflor. Lástima que está en una selecta callejuela inmóvil del sector más paquete de Puerto Madero.
Me dirán que a nadie le importa saber por qué se llaman así o asá los lugares que transitamos a diario... quizás sea cierto; pero entonces, no habría daño alguno en incorporar estos otros nombres a la lista. Acaso entonces alguien se interesaría por saber qué significan esas denominaciones.
Por ahora, el sesgo en la nomenclatura urbana sigue siendo útil a la dominación. Como sociedad, tenemos una deuda: la de someter esta práctica a revisión. Por respeto hacia tanta oportuna falta de respeto como les debemos a nuestras mujeres.
De: “Historia de Olvidos”
No faltan mujeres a las que recordar, para que su memoria confronte con algunos “valores” que son disvalores. Lo que falta es que las recordemos.
La memoria social es concreta y es política. En filosofía la palabra “concreto” significa un inextricable tejido de lo inmaterial con lo material. La palabra, la imagen, se transmiten en su abrazo a un soporte material. Cuando el soporte cae, podrán pasar a otro. Y la memoria es política, porque es en el campo del poder donde se establece lo que será recordado... y lo que no. Desde este punto de vista, los nombres de los espacios públicos no son simples referencias cartesianas de tipo a-4 o f-9. Son símbolos en y con los que se rescata o pierde una historia. No da lo mismo que un lugar se llame Port Stanley, Puerto Argentino... o Puerto Rivero, para acudir a un ejemplo no tan remoto.
Ahora bien, qué pasa con la relación entre las mujeres y los nombres. Quiero decir, los nombres de las plazas, las calles, los pueblos de la Argentina.
David Viñas observó alguna vez que el personaje más presente en la nomenclatura urbana de Buenos Aires es el Coronel Ramón L. Falcón. Como jefe de la policía de la Capital, Falcón fue responsable del ataque policial a los manifestantes de Plaza Lorea el 1° de mayo de 1909, con un saldo de 8 muertos y 105 heridos; y del ataque subsiguiente a la comitiva que llevaba los muertos al cementerio. Fue muerto a su vez por el joven anarquista Simón Radowitzky. Hoy lo rememoran unos diez lugares públicos en Buenos Aires (a Falcón, no a Radowitzky).
En cambio, ¿dónde están los nombres de aquellas mujeres? En la ciudad de General Roca no encuentro ni una lejana calle de tierra llamada María Méndez. En cambio una arteria céntrica honra a Alfredo Viterbori, quien dicho sea de paso presidió la Liga Patriótica Argentina, asociación de derecha dedicada a matonear y reprimir los movimientos obreros y las huelgas. Aplique esto cada quien a su pueblo, a ver si allí no se da el mismo trato desparejo en los espacios públicos.
Tampoco hay calle, avenida, plaza, ciudad, pueblo, paraje o aldea que brinde el debido tributo de memoria a las dignísimas chicas de San Julián. Menos aún a las que padecieron cárcel o fueron soterradas o privadas de sus hijos por romper con el sometimiento. Porque ese fue el delito de unas y otras: no un levantamiento contra el orden social o el orden familiar, sino la ruptura con la sumisión.
Cuando un nombre de mujer aparece en nuestros espacios públicos, o bien corresponde a alguien que no suscitó conflictos con los papeles asignados – una enfermera, una monja bondadosa, una dama que bordó banderas. O bien, si ella fue algo más, algo distinto, ya queda tan lejana en el tiempo que su mención no suscita curiosidad; tal el caso de Juana Azurduy o Mariquita Sánchez. Excepción honrosa, se me dirá, el nombre de Azucena Villaflor. Lástima que está en una selecta callejuela inmóvil del sector más paquete de Puerto Madero.
Me dirán que a nadie le importa saber por qué se llaman así o asá los lugares que transitamos a diario... quizás sea cierto; pero entonces, no habría daño alguno en incorporar estos otros nombres a la lista. Acaso entonces alguien se interesaría por saber qué significan esas denominaciones.
Por ahora, el sesgo en la nomenclatura urbana sigue siendo útil a la dominación. Como sociedad, tenemos una deuda: la de someter esta práctica a revisión. Por respeto hacia tanta oportuna falta de respeto como les debemos a nuestras mujeres.
De: “Historia de Olvidos”
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