domingo, 19 de septiembre de 2010

Belgrano, ese hereje. 2.


La conexión dominicana. Sepulcro de Manuel Belgrano, ante el convento que dirigía Fray Isidoro Guerra.

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Los dos Manueles

¿Por qué camino le habrá llegado la obra de Manuel Lacunza a este joven abogado porteño? Quizás el amplio interés de Belgrano por los temas de su tiempo, y entre ellos los debates teológicos corrientes, lo haya llevado a anoticiarse de la discutida obra de Lacunza cuando todavía estaba en España, entre 1786 y 1794. Ahora bien, téngase presente que el libro circulaba escasamente, en unos pocos ejemplares copiados a mano.

Una hipótesis verosímil señala a Fray Isidoro Celestino Guerra, prior del convento de Santo Domingo, como mediador. La familia Belgrano era devota de esa parroquia, donde hoy se guardan los restos del patriota. Y según Priora, fray Isidoro “fue dueño de la copia manuscrita más prolija y exacta de las que circulaban en Buenos Aires” del escrito de Lacunza. Si Belgrano, al volver de Europa, traía ya el interés por ese pensador, aquí, a la vuelta de casa, encontró el modo de conocer mejor su obra.

La edición de Londres

El canon de la literatura revolucionaria es más amplio de lo que quizás acostumbramos reconocer y citar. Así como Mariano Moreno mandó imprimir el Contrato Social como texto de Estado, Belgrano consideró a la obra de Lacunza como uno de los grandes escritos orientadores para su tiempo; a tal punto, que financió de su peculio una edición impresa de los cuatro volúmenes del cura chileno. Cuando se encontraba en Inglaterra en misión diplomática, llevó a un editor londinense la copia manuscrita de fray Isidoro Guerra, para que sirviera de base a la tirada. Cuatro mil ejemplares salieron de prensa, y la mayor parte de ellos tomó el camino de nuestra América, donde es difícil encontrar alguno.

Belgrano mismo presentó la obra, y firmó esa presentación como “El Editor Americano”.

En el escrito liminar, nos da las razones que lo impulsaron a la publicación. Hay motivos eminentemente políticos: el editor asevera que el emprendimiento es un “servicio a mis compatriotas”; que así provee la demostración de “la superioridad de los talentos americanos”, para cuya acreditación bastaría con esta sola obra. Lo impulsa el disgusto con la pobre e incorrecta edición hecha en Cádiz en 1812, considerada un insulto al pensador, a tal punto que sus lectores habría preferido que no se la hubiera realizado; el hecho de que esa edición haya sido alumbrada “muy de priesa como en negocio de contrabando”; y la necesidad de dar réplica a cierto diputado peninsular que en las cortes de Cádiz había preguntado a qué clase de bestias pertenecían los americanos. La respuesta política de Belgrano apunta a la vez a la superioridad de los americanos sobre los españoles europeos en teología... y en materia editorial.

En 1816 salió a luz la edición belgraniana de Londres. Ese mismo año la obra fue denunciada como herética; se la incluyó definitivamente en el Index de libros prohibidos en 1819. Siguió circulando pese a la prohibición, porque aún en 1824 se publicaba en Madrid un escrito “preservativo” contra los peligros que entrañaba la obra de Lacunza. Por esa misma época era publicada en traducción al inglés por Irving, en 1827. El movimiento milerista la tomó como inspiradora; y ha influido sobre los Adventistas y los Testigos de Jehová. En nuestro país, el profético Francisco Hermógenes Ramos Mexía, el único santo estanciero y extraoficial, siguió la doctrina de Lacunza.


Pero, ¿qué escribió Lacunza?


Lacunza escribía de a ratos; cuando hallaba una dificultad para hilar su pensamiento, nos cuenta que “dejaba de escribir con la pluma y escribía con las rodillas”; oraba hasta encontrar el hilo de la palabra. Alguien que colaboró con él nos lo describe, alternando la escritura con aquel que consideraba otro modo de escribir: la contemplación.

Es una flagrante injusticia querer dar cuenta en pocos renglones el contenido de “La Venida de Cristo en Gloria y Majestad. Observaciones de Juan Josafat ben Ezra.” Está en la red inmaterial el facsímil de la edición en tres volúmenes realizada en Londres en 1826. Aquí nos limitaremos a presentar algunos de sus conceptos básicos. Son ellos:

- la interpretación de la escritura por la escritura misma: en contraposición con las lecturas evemeristas o tradicionalistas del texto bíblico, Lacunza sostuvo la prioridad de la interpretación del texto a partir de lo que el texto dice, acudiendo a las concordancias y correspondencias entre las profecías; en palabras de sus partidarios, era una lectura “natural” de la Biblia;

- la partición del tiempo: el actual decurso temporal llegará a un momento de quiebre; tras él, sobrevendrán otros tiempos, anunciados en la profecía;

- el quiliasmo: esta concepción, dejada de lado por la propia Iglesia luego de los tiempos del cristianismo primitivo, concreta la imagen de la división de los tiempos. Vendrá el fin de la era que hoy está en curso; pero no será el fin del mundo. Acto seguido tendrá lugar el juicio de los justos, y con ellos, por mil años (quiliasmo), gobernará la tierra el propio Cristo que habrá regresado ella. Bajo ese reinado de paz y justicia, todos los pueblos del mundo se convertirán;

- la postrimería: finalmente, Satanás corromperá a las naciones; pero Jesucristo, que aún estará en la tierra, subirá a su trono y juzgará a todos los hombres.

- la urgencia por la práctica: estos acontecimientos trascendentes que están por suceder, reclaman de cada uno ciertas definiciones y acciones concretas.

La visión de los tiempos y de la historia que Lacunza retoma de las Escrituras es la del milenarismo, al que defiende de sus críticos eclesiásticos. Junto a los profetas, sostiene que esta era va a terminar; y que vendrá el Cristo, venida real o en un colectivo simbólico, para ser el señor efectivo del mundo.


/Prosigue en el siguiente post. RM/

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