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Mayo y la religión. Rebeldes, condenas y cruzadas
En estos fastos del Bicentenario, poco o nada se ha aludido al pensamiento herético de Manuel Belgrano. Pareja omisión ha ocurrido con la dimensión religiosa del pensamiento de los participantes en la Revolución de Mayo.
No se trata de reivindicar el papel de la Iglesia católica en aquellos días, porque estuvo en contra del naciente estado revolucionario, y siguió estándolo hasta mediados del siglo XIX. Los curas patriotas eran réprobos para la jerarquía; no por primera ni por última vez, los fieles que propiciaban un cambio histórico se encontraron ante la condena de sus pastores. Acostumbrados (para mal) a tirar las tablas al suelo y administrar políticamente la ira de Dios, los jerarcas son a menudo quienes anticipan, asientan en doctrina e inician, con alguna homilía moralista, los operativos de represión contra los díscolos.
Nos estamos perdiendo, en este 2010, la oportunidad de aprovechar el afán conmemorativo para hacer luz sobre este papel de la Iglesia, que nos ha permeado hasta lo cultural, y que responde al patrón de una larga y repetida historia, de sucesivas rebeliones de cristianos sofocadas por sucesivas cruzadas exterminadoras. Cruzadas, literalmente hablando. No se olvide aquella que escabechó a los albigenses y mató en la cuna un proyecto cultural diferente del auspiciado por las jerarquías. Pero no sólo eso.
En estos fastos del Bicentenario, poco o nada se ha aludido al pensamiento herético de Manuel Belgrano. Pareja omisión ha ocurrido con la dimensión religiosa del pensamiento de los participantes en la Revolución de Mayo.
No se trata de reivindicar el papel de la Iglesia católica en aquellos días, porque estuvo en contra del naciente estado revolucionario, y siguió estándolo hasta mediados del siglo XIX. Los curas patriotas eran réprobos para la jerarquía; no por primera ni por última vez, los fieles que propiciaban un cambio histórico se encontraron ante la condena de sus pastores. Acostumbrados (para mal) a tirar las tablas al suelo y administrar políticamente la ira de Dios, los jerarcas son a menudo quienes anticipan, asientan en doctrina e inician, con alguna homilía moralista, los operativos de represión contra los díscolos.
Nos estamos perdiendo, en este 2010, la oportunidad de aprovechar el afán conmemorativo para hacer luz sobre este papel de la Iglesia, que nos ha permeado hasta lo cultural, y que responde al patrón de una larga y repetida historia, de sucesivas rebeliones de cristianos sofocadas por sucesivas cruzadas exterminadoras. Cruzadas, literalmente hablando. No se olvide aquella que escabechó a los albigenses y mató en la cuna un proyecto cultural diferente del auspiciado por las jerarquías. Pero no sólo eso.
Es parte de la religión
Yo extraño más la falta de otro aspecto, otro debate, que tiene que ver con la renovación planteada desde adentro del pensamiento cristiano de aquella época.
Algo tuvieron que ver las creencias y prácticas religiosas (no la jerarquía eclesiástica) con la mentalidad de estos muchachos, la mayoría en la treintena de su edad, que en Mayo de 1810 se jugaron el pescuezo para cambiar el régimen. Por cierto eran portadores de ideas y concepciones de la Ilustración, y estaban inmersos en la corriente secularizante que venía desde la expulsión de los jesuitas; pero a la vez los hallamos pensando desde los marcos de la devoción heredada, y popular entonces. Contradictorio, se dirá. Como la vida, como la historia... y como las propias revoluciones.
Lo confesional se entrelazaba con lo político; baste recordar ese espacio de encuentro prerrevolucionario que fue la Casa de Ejercicios de sor Antonia de la Paz y Figueroa. Si la célebre jabonería de Vieytes albergó pensamientos limpiadores entre el olor de la potasa, también el convento de sor Antonia aunó gente y estableció lazos entre adultos y jóvenes inquietos, abogados en los dos derechos y jefes de milicia.
¿San Belgrano?
En este olvido de lo religioso, queda también sumido el pensamiento heterodoxo de Belgrano.
El cromo de este muchacho, Manuel, al que se pinta como uno de los buenazos de la película patria, nos escamotea rasgos interesantes de su persona, a saber: su jacobinismo, su porfía militante, su conciente decisión de utilizar la espada para cortar con el gordiano nudo leguleyo del viejo orden. Sí en cambio, se han recuperado en estos días sus posiciones como economista; han pasado del reservorio científico a un reiterado discurso general. Para más loa, se nos presenta a un Belgrano que se anticipó a las políticas económicas actuales; un progre de centro izquierda keynesiano avant la lettre. Del mismo modo que antes se lo figuraba como valiente, sacrificado e improvisado militar... y muy poco más.
Algo tuvieron que ver las creencias y prácticas religiosas (no la jerarquía eclesiástica) con la mentalidad de estos muchachos, la mayoría en la treintena de su edad, que en Mayo de 1810 se jugaron el pescuezo para cambiar el régimen. Por cierto eran portadores de ideas y concepciones de la Ilustración, y estaban inmersos en la corriente secularizante que venía desde la expulsión de los jesuitas; pero a la vez los hallamos pensando desde los marcos de la devoción heredada, y popular entonces. Contradictorio, se dirá. Como la vida, como la historia... y como las propias revoluciones.
Lo confesional se entrelazaba con lo político; baste recordar ese espacio de encuentro prerrevolucionario que fue la Casa de Ejercicios de sor Antonia de la Paz y Figueroa. Si la célebre jabonería de Vieytes albergó pensamientos limpiadores entre el olor de la potasa, también el convento de sor Antonia aunó gente y estableció lazos entre adultos y jóvenes inquietos, abogados en los dos derechos y jefes de milicia.
¿San Belgrano?
En este olvido de lo religioso, queda también sumido el pensamiento heterodoxo de Belgrano.
El cromo de este muchacho, Manuel, al que se pinta como uno de los buenazos de la película patria, nos escamotea rasgos interesantes de su persona, a saber: su jacobinismo, su porfía militante, su conciente decisión de utilizar la espada para cortar con el gordiano nudo leguleyo del viejo orden. Sí en cambio, se han recuperado en estos días sus posiciones como economista; han pasado del reservorio científico a un reiterado discurso general. Para más loa, se nos presenta a un Belgrano que se anticipó a las políticas económicas actuales; un progre de centro izquierda keynesiano avant la lettre. Del mismo modo que antes se lo figuraba como valiente, sacrificado e improvisado militar... y muy poco más.
En fin, ya todo eso está instalado en el marketing patriótico de nuestros días; basta de ello. Propio del historiar es buscar lo nuevo en lo viejo, para crear lo nuevo de hoy en esto viejo de hoy. Es hora de ponernos a profanar, a cuestionar. Es decir, a intentar hacer historia.
La profanación, la puesta en escena del conflicto, no va por el lado del escandalete privado, al modo de los programas de varieté televisiva. Que algún prócer estuviera aquejado de sífilis, que otro haya consumido opio, son datos para esa variante de crónica menuda que sirve al desentendimiento histórico, a perdernos entre chismes de vecindad. Quedarnos en que Sarmiento se desfogaba dos veces por semana, es un modo de obturar todo lo que hay que discutir sobre el presunto padre del aula.
Hay una media sombra que acompaña, siempre, a la media luz propia de toda representación histórica (que por eso es, precisamente, representación). En esa media sombra se nos ha perdido de vista un Belgrano que se interesaba en una posición religiosa que estaba, está, en el dudoso límite con el anatema.
Tipo raro, el cura Lacunza
El criollo Manuel de Lacunza y Díaz vivió entre 1731 y 1801. Por ser jesuita, le tocó padecer una dolorosa expulsión de América. Falleció en un pequeño accidente durante un paseo, cuando estaba exiliado en Imola, Italia, bajo la sombra del poder pontifical. Una muerte por causas no aclaradas.
En el exilio y en la añoranza de su Chile natal que no volvería a ver, privado de la posibilidad de decir misa, integrante de una orden desprestigiada y suprimida por el papa, falto de otro sustento que los cada vez más magros envíos de dinero de su familia, Lacunza se proyectó en una revolución de palabras. Escribió su magna obra “La Venida de Cristo en Gloria y Majestad”, en cuatro densos volúmenes, durante diez años de trabajo en su casucha en un barrio marginal de Imola. Esa obra mayor estuvo anticipada por el “Anónimo Milenario”, folleto que circuló cuasi clandestinamente en copias manuscritas por Indias, a fines de la década de 1770 y durante toda la de 1780.
El “Anónimo” fue leído y discutido ardorosamente en estas tierras. Planteaba, con sustento en textos evangélicos, un modo de entender la religión, pero aún más, un modo de ser del tiempo y el decurso histórico, que rompía con las posiciones de la jerarquía y con el relato histórico-religioso oficial (relato dudosamente cristiano).
Ya ante ese folleto, no faltaron voces que pidieron la intervención de la Inquisición; nada remisa, la Suprema prohibió el texto. Es ese un dato que conviene retener: el pensamiento de Lacunza ya era calificado o descalificado como herejía, cuando Belgrano todavía era un pibe, quizás un adolescente.
En 1790, Lacunza concluyó su obra mayor, y esta comenzó a rodar por los caminos, las inteligencias y las sensibilidades de la América española de su tiempo. Manuel Belgrano, otro Manuel que seguramente habrá pensado en el significado de su propio nombre, iba a ser abordado por esos libros.
La profanación, la puesta en escena del conflicto, no va por el lado del escandalete privado, al modo de los programas de varieté televisiva. Que algún prócer estuviera aquejado de sífilis, que otro haya consumido opio, son datos para esa variante de crónica menuda que sirve al desentendimiento histórico, a perdernos entre chismes de vecindad. Quedarnos en que Sarmiento se desfogaba dos veces por semana, es un modo de obturar todo lo que hay que discutir sobre el presunto padre del aula.
Hay una media sombra que acompaña, siempre, a la media luz propia de toda representación histórica (que por eso es, precisamente, representación). En esa media sombra se nos ha perdido de vista un Belgrano que se interesaba en una posición religiosa que estaba, está, en el dudoso límite con el anatema.
Tipo raro, el cura Lacunza
El criollo Manuel de Lacunza y Díaz vivió entre 1731 y 1801. Por ser jesuita, le tocó padecer una dolorosa expulsión de América. Falleció en un pequeño accidente durante un paseo, cuando estaba exiliado en Imola, Italia, bajo la sombra del poder pontifical. Una muerte por causas no aclaradas.
En el exilio y en la añoranza de su Chile natal que no volvería a ver, privado de la posibilidad de decir misa, integrante de una orden desprestigiada y suprimida por el papa, falto de otro sustento que los cada vez más magros envíos de dinero de su familia, Lacunza se proyectó en una revolución de palabras. Escribió su magna obra “La Venida de Cristo en Gloria y Majestad”, en cuatro densos volúmenes, durante diez años de trabajo en su casucha en un barrio marginal de Imola. Esa obra mayor estuvo anticipada por el “Anónimo Milenario”, folleto que circuló cuasi clandestinamente en copias manuscritas por Indias, a fines de la década de 1770 y durante toda la de 1780.
El “Anónimo” fue leído y discutido ardorosamente en estas tierras. Planteaba, con sustento en textos evangélicos, un modo de entender la religión, pero aún más, un modo de ser del tiempo y el decurso histórico, que rompía con las posiciones de la jerarquía y con el relato histórico-religioso oficial (relato dudosamente cristiano).
Ya ante ese folleto, no faltaron voces que pidieron la intervención de la Inquisición; nada remisa, la Suprema prohibió el texto. Es ese un dato que conviene retener: el pensamiento de Lacunza ya era calificado o descalificado como herejía, cuando Belgrano todavía era un pibe, quizás un adolescente.
En 1790, Lacunza concluyó su obra mayor, y esta comenzó a rodar por los caminos, las inteligencias y las sensibilidades de la América española de su tiempo. Manuel Belgrano, otro Manuel que seguramente habrá pensado en el significado de su propio nombre, iba a ser abordado por esos libros.
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2 comentarios:
Escribe Ana Grandoso, narradora y admirada poeta de Patagones:
Hola Ramón.Escribí un comentario en tu blog pero me pedía tantas cosas que...
Allí te decía que leí respecto de Belgrano y que era un buen trabajo ahondar y descubrir seres humanos completos, complejos, contradictorios, coherentes, revolucionarios y que eso era estar en sintonía con el bicentenario de 1810. Gracias,un abrazo ,Ana
Y gracias a vos, Ana. Abrazo. Ramón
Ramon, se te extraña. Espero que estes pasandolo bien. Un abrazo
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