En la foto, la bandeja con la masa para las galletas, a punto de ser
puesta en la cámara para leudar
Arte y esfuerzo de la galleta, I
Valga este madrugón que hoy me infligí, y valga este texto, para poner en palabras un arte y un oficio en trance de perderse; y para pensar en lo que significa para quien lo ejerce.
Se trata no sólo o no tanto de sentirse rescatador de algo; sino tan sólo de observar una tarea que, a pesar de su relativa modernización, pareciera seguir teniendo rasgos propios de los trabajos creativos tradicionales (esos que vienen desde el Neolítico). Una labor que supone sentido del tiempo, decisiones individuales, destreza, asignación de forma; y que recoge la herencia de diseños probados en una dilatada tradición.
Un nudo marinero dista de ser lo mismo que un adhesivo vinílico; comporta un acopio particular de antiguos significados, da pie a una especial diversidad de lecturas. Algo parecido, creo, sucede con la elaboración de estas formas de pan tradicionales y con formatos diversificados; nos reitera un mensaje de sentidos que es otro disfrute, aunado al sabor del pan mismo. Y hablando de sabor, no olvidemos que nuestro vocablo “saber” viene del latino “sapere”… que no es ni más ni menos que paladear. ¿Habrá paladar más regalado que el de quien puede disfrutar a la vez de los sabores materiales y también de los otros, los que remiten a una historia de símbolos? ¿Será por eso que el buen vino y las bebidas nobles se disfrutan doblemente?
(Fui esta mañana a observar lo que hacen los panaderos en la cuadra, pensando que acaso este trabajo fuera menos alienante que el común de ellos. Ahora no sé si es tan así. De ahí las idas y vueltas que ocupan los últimos párrafos de la parte II de este texto.)
Ha sido en la panadería Mar y Sol, de Víctor Klein, donde asistí a la gestación de la galleta de campo. Es un fruto de horno cada vez menos frecuente en nuestro país, salvo en zonas de población rural relativamente numerosa. Se la compra para llevar al campo en lugar de pan, porque está hecha de tal modo que al cabo de unos días se transforma en una especie de bizcocho aireado, suave y seco. Los consumidores la llevan en cantidad (una bolsa cada varios días). Para acompañar un trozo de jugosa carne asada, no se ha inventado mejor especie de “empanaje”, como decían antes.
En los pueblos donde se sigue elaborando galleta de campo (que para la Real Academia es “galleta maría”), la gente se pasa el dato acerca del lugar donde mejor la hacen. Aquí en Río Colorado mencionan la panadería de Klein (otros la del vasco Azanza; otros, la de Nito López). Klein logra una masa liviana, aérea y hojaldrada, que resulta irresistible, ya sea calentita, apenas sacada del horno, o cuando se seca y se transforma en leve y crujiente bizcocho.
Hoy a partir de las 4.30 de la mañana pude asistir al secreto de la preparación de esa masa, que culmina en su hojaldrado. Es alquimia. La maravilla reiterada del tiempo, que obra como ingrediente fundamental para las masas.(Esto último suena a pensamiento político; quizás lo sea).
Víctor Klein está acompañado en la tarea por Sergio Wolf. Los movimientos de ambos parecen responder a una partitura silenciosa. Son como pasos de baile cuidadosamente pautados, en los que no se pierde ni un segundo; no se rozan una sola vez, no se superponen gestos ni se entrechocan a la pasada.
Me dice Víctor que la masa básica para la galleta es la misma del pan. Sólo que los tiempos de elaboración son distintos. La protomasa espera unos 45 minutos más en la amasadora, mientras los muchachos se dedican a sobar, dar corte y forma a los flautines y felipes en crudo, hasta que quedan listos, tapados, esperando a que se los introduzca en la cámara de ambiente tibio donde van a leudar, al abrigo de cualquier cambio de aire.
Ahora le toca el turno a la masa que quedó esperando, para que con ella se preparen dos tipos de galleta: la “trincha”, que como su nombre lo indica es un tipo de trenza con ocho orejas infladas; y la que vinimos a homenajear, la clásica “galleta de campo”.
Durante un buen rato la pasta será trabajada por la amasadora, con agua fría (para que la levadura no comience a actuar antes de tiempo); se le agrega otro poco de harina, que ayudará a formar el hojaldre.
Una vez hecha, la masa de las galletas se extrae de la máquina. Víctor la distribuye en cuatro grandes tortones. Sergio los lleva, uno por uno, a la sobadora, donde los hace pasar y repasar. El ritmo de la máquina no permite distracción. Allí se transforman los tortones en una especie de gruesa manta de masa, doblada sobre sí misma, una y otra vez. Cuando el panadero se da por conforme, lleva esa manta blanca a la mesa de trabajo, y recomienza con otra. Así hasta terminar con los tortones.
Acto seguido, el corte. Con un molde pequeño se cortan redondeles de esa gruesa man-ta. Los redondeles se adhieren sin agregado alguno entre sí, en filas de a cuatro; cada una de ellas formará más tarde cada una trincha. Después. con un molde de mayor diámetro se cortan otros redondeles, y se los adosa de dos en dos para formar la galleta de campo.
Hecho esto, se tapan también estas masas con liencillos, como ya se ha tapado a las anteriores. Todas las masas, desde los flautines hasta estas últimas, están aguardando un nuevo paso, que consiste en introducir la torre de bandejas en una cámara cerrada en la que hay un pequeño calefactor encendido. Allí comienza el proceso de leudado.
Mientras eso sucede, nos vamos a casa a tomar un café. Volveremos a la cuadra a eso de las 7.30, para presenciar la puesta en horno de la trincha. Y otra vez a eso de las 9, para la puesta en horno de la galleta de campo.
Panadero de símbolos, durante estos intervalos trato de amasar un texto que acompañe a las fotos, que describa esta especie artística en extinción, para dejarlo leudar y luego ponerlo en el horno – y finalmente para servírselo a los amigos que esto leen, en el lustroso mostrador del blog.
Valga este madrugón que hoy me infligí, y valga este texto, para poner en palabras un arte y un oficio en trance de perderse; y para pensar en lo que significa para quien lo ejerce.
Se trata no sólo o no tanto de sentirse rescatador de algo; sino tan sólo de observar una tarea que, a pesar de su relativa modernización, pareciera seguir teniendo rasgos propios de los trabajos creativos tradicionales (esos que vienen desde el Neolítico). Una labor que supone sentido del tiempo, decisiones individuales, destreza, asignación de forma; y que recoge la herencia de diseños probados en una dilatada tradición.
Un nudo marinero dista de ser lo mismo que un adhesivo vinílico; comporta un acopio particular de antiguos significados, da pie a una especial diversidad de lecturas. Algo parecido, creo, sucede con la elaboración de estas formas de pan tradicionales y con formatos diversificados; nos reitera un mensaje de sentidos que es otro disfrute, aunado al sabor del pan mismo. Y hablando de sabor, no olvidemos que nuestro vocablo “saber” viene del latino “sapere”… que no es ni más ni menos que paladear. ¿Habrá paladar más regalado que el de quien puede disfrutar a la vez de los sabores materiales y también de los otros, los que remiten a una historia de símbolos? ¿Será por eso que el buen vino y las bebidas nobles se disfrutan doblemente?
(Fui esta mañana a observar lo que hacen los panaderos en la cuadra, pensando que acaso este trabajo fuera menos alienante que el común de ellos. Ahora no sé si es tan así. De ahí las idas y vueltas que ocupan los últimos párrafos de la parte II de este texto.)
Ha sido en la panadería Mar y Sol, de Víctor Klein, donde asistí a la gestación de la galleta de campo. Es un fruto de horno cada vez menos frecuente en nuestro país, salvo en zonas de población rural relativamente numerosa. Se la compra para llevar al campo en lugar de pan, porque está hecha de tal modo que al cabo de unos días se transforma en una especie de bizcocho aireado, suave y seco. Los consumidores la llevan en cantidad (una bolsa cada varios días). Para acompañar un trozo de jugosa carne asada, no se ha inventado mejor especie de “empanaje”, como decían antes.
En los pueblos donde se sigue elaborando galleta de campo (que para la Real Academia es “galleta maría”), la gente se pasa el dato acerca del lugar donde mejor la hacen. Aquí en Río Colorado mencionan la panadería de Klein (otros la del vasco Azanza; otros, la de Nito López). Klein logra una masa liviana, aérea y hojaldrada, que resulta irresistible, ya sea calentita, apenas sacada del horno, o cuando se seca y se transforma en leve y crujiente bizcocho.
Hoy a partir de las 4.30 de la mañana pude asistir al secreto de la preparación de esa masa, que culmina en su hojaldrado. Es alquimia. La maravilla reiterada del tiempo, que obra como ingrediente fundamental para las masas.(Esto último suena a pensamiento político; quizás lo sea).
Víctor Klein está acompañado en la tarea por Sergio Wolf. Los movimientos de ambos parecen responder a una partitura silenciosa. Son como pasos de baile cuidadosamente pautados, en los que no se pierde ni un segundo; no se rozan una sola vez, no se superponen gestos ni se entrechocan a la pasada.
Me dice Víctor que la masa básica para la galleta es la misma del pan. Sólo que los tiempos de elaboración son distintos. La protomasa espera unos 45 minutos más en la amasadora, mientras los muchachos se dedican a sobar, dar corte y forma a los flautines y felipes en crudo, hasta que quedan listos, tapados, esperando a que se los introduzca en la cámara de ambiente tibio donde van a leudar, al abrigo de cualquier cambio de aire.
Ahora le toca el turno a la masa que quedó esperando, para que con ella se preparen dos tipos de galleta: la “trincha”, que como su nombre lo indica es un tipo de trenza con ocho orejas infladas; y la que vinimos a homenajear, la clásica “galleta de campo”.
Durante un buen rato la pasta será trabajada por la amasadora, con agua fría (para que la levadura no comience a actuar antes de tiempo); se le agrega otro poco de harina, que ayudará a formar el hojaldre.
Una vez hecha, la masa de las galletas se extrae de la máquina. Víctor la distribuye en cuatro grandes tortones. Sergio los lleva, uno por uno, a la sobadora, donde los hace pasar y repasar. El ritmo de la máquina no permite distracción. Allí se transforman los tortones en una especie de gruesa manta de masa, doblada sobre sí misma, una y otra vez. Cuando el panadero se da por conforme, lleva esa manta blanca a la mesa de trabajo, y recomienza con otra. Así hasta terminar con los tortones.
Acto seguido, el corte. Con un molde pequeño se cortan redondeles de esa gruesa man-ta. Los redondeles se adhieren sin agregado alguno entre sí, en filas de a cuatro; cada una de ellas formará más tarde cada una trincha. Después. con un molde de mayor diámetro se cortan otros redondeles, y se los adosa de dos en dos para formar la galleta de campo.
Hecho esto, se tapan también estas masas con liencillos, como ya se ha tapado a las anteriores. Todas las masas, desde los flautines hasta estas últimas, están aguardando un nuevo paso, que consiste en introducir la torre de bandejas en una cámara cerrada en la que hay un pequeño calefactor encendido. Allí comienza el proceso de leudado.
Mientras eso sucede, nos vamos a casa a tomar un café. Volveremos a la cuadra a eso de las 7.30, para presenciar la puesta en horno de la trincha. Y otra vez a eso de las 9, para la puesta en horno de la galleta de campo.
Panadero de símbolos, durante estos intervalos trato de amasar un texto que acompañe a las fotos, que describa esta especie artística en extinción, para dejarlo leudar y luego ponerlo en el horno – y finalmente para servírselo a los amigos que esto leen, en el lustroso mostrador del blog.
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