sábado, 27 de diciembre de 2008

Les presento a Héctor Ciocchini


Héctor no solía incluir fotos de sí mismo en sus libros. Aquí aparece, arriba, primero a la izquierda, en un homenaje a su maestro Arturo Marasso.
Les presento a Héctor Ciocchini

Masacres y días alcionios

El universo es un lugar de masacres; pero en todo ese magma, hasta hay días alcionios.

Lugar de masacres, así lo calificaba Carl Sagan; predominan los desiertos gélidos, los huecos lóbregos, los planetas llameantes; y son rarísimos los momentos y sitios donde pueden darse la vida y la conciencia.

Pero hay días alcionios. Así los llamaron los navegantes griegos, reconociendo la certera intuición de las golondrinas costeras. Durante ciertos días y sólo durante ellos, los alciones se cortejan, construyen sus nidos y desovan. Son días de regalada bonanza; los marineros saben que en ellos pueden viajar confiados: los pájaros les han hecho saber que no habrá tormentas.

Por entonces vivíamos días alcionios; un milagro que para mayor disfrute ignorábamos, hasta que el tiempo mostró su calavera bajo la máscara dorada. Estábamos en el ojo del huracán. En el tortuoso siglo XX, el más cruento de la historia, y en el cruento siglo XX argentino, y en Bahía Blanca, la ciudad de silencios y torturas, transcurrían los años calmos 1964, 1965. En un pasillo de la Universidad, todos los días un viejito anarquista abría sus valijas, instalaba sus mesitas, y ponía a nuestro alcance su librería portátil. Parecía que en Bahía Blanca, la pacata ciudad que Payró describió en su Pago Chico, había florecido el desierto. Eran los años ’60, antes de que llegara el onganiato (1966-73), y luego las 3A (1975-76) y la dictadura de 1976 a 1983. (Mientras tanto, Remus Tetu aceitaba el percutor de sus rencores; Rodolfo Ponce escalaba jerarquías y armaba su tropa de matones, con el respaldo del fascismo gremialista; y en la Base Naval y en el Cuerpo de Ejército se afilaban espadas y se urdían capuchas; pero no lo sabíamos. Tampoco sabíamos, y hay quienes no saben o no quieren saberlo hasta hoy, que en esos días del gobierno de Arturo U. Illia seguían existiendo presos y perseguidos políticos.)
Presentación del maestro

Es una abusiva convención verbal decir que uno ha conocido a alguien. Todavía lo estoy conociendo a Héctor Ciocchini. Por entonces me lo presentaron; él tendría poco más de cuarenta años de edad. Era un hombre sosegado y esplendoroso. Si a partir de los cuarenta uno es responsable de su propia cara, entonces los rasgos de este hombre decían que su vida era la belleza; esa que está aliada a lo verdadero y lo bueno.

Francisco Maffei, maestro de filosofía ya mayor, había traído a los jóvenes humanistas que dieron su tono a la nueva Universidad Nacional del Sur, fundada en los años 50: a Antonio Camarero (quien tradujo del griego “República” de Platón para la edición de Eudeba); y a Carlos Astrada, y a Rodolfo Agoglia, y al poeta peruano Alcides Spelucín Vega, y a Yole Vázquez Presedo, y a Exequiel Ortega, y a Jaime Rest, y al prehistoriador Antonio Austral. Y a Héctor Ciocchini, con quien Maffei cultivaba una relación como la de un padrino mayor y cariñoso con su ahijado. La mayoría de estas personas venían de La Plata. Hasta poco antes de mi ingreso, la Universidad había tenido como Rector a Vicente Fatone, historiador de las religiones, budista, traductor de Arnold Toynbee.

Cuando Maffei me presentó a Ciocchini, este era el Director del Instituto de Humanidades, cuya formación él mismo había orientado. Había sido alumno de Arturo Marasso, al igual que Julio Cortázar. La foto nos lo muestra en un homenaje a su maestro. Y allí en Bahía Blanca, oh milagro también, en un piso bajo de Colón 80, estaba a nuestro alcance la biblioteca de don Arturo, ese gran poeta y sabio humanista.

Yo sabía que Ciocchini había publicado varios libros de poesía. Y él tenía noticias de ese tímido lector que lo escuchaba: ese Minieri del que, por indiscreción de un común amigo, había sabido que a los diez años de edad leía la Ilíada. Pero la poesía de Héctor estaba afianzada sobre columnas de sabiduría, entonces empecé a saberlo un poco. En aquella charla nos describió la biblioteca de Amy Warburg, su curioso ordenamiento, las correlaciones entre libros que parecían de temas remotos, esa conexión que se expresaba en la obra de uno de sus lectores, Ernest Cassirer, sobre los símbolos. Y habló con sereno entusiasmo de los emblemas, de la iconografía, de sus pesquisas de imágenes. Y todo parecía tan alto y tan hermoso, y gracias a él tan claro y accesible, que daban ganas de ponerse a leer, ponerse a indagar, a escribir, a vivir.

Nos cruzábamos a diario con estos seres excepcionales. A nuestra vista estaban sus vidas cotidianas, sus familias. Vivían en el Barrio Universitario, en casitas iguales a las de los estudiantes becados, separadas tan sólo por el espacio de un camino interior o un jardín. Los veíamos jugando a la pelota, al cricket; algún estudiante participaba en el juego. Escuchábamos sus risotadas cuando los miércoles iban, como nosotros, a un cine barato que ofrecía episodios y dibujos animados. Veíamos pasar a “las nenas de Ciocchini”, bellísimas criaturas amadas por todos, cuando salían a jugar o pasaban para la escuela. Alguna vez nos animamos a festejarle un cumpleaños a Antonio Camarero, y le entregamos un pergamino escrito en nuestro macarrónico latín.

Transmito estas anécdotas para dar cuenta de un clima de época, de una vida universitaria de cercanía, de cálidas y cordiales relaciones entre discípulos y maestros. También esto fue deliberadamente agredido y cercenado por las dictaduras y las 3A.

Hubo quienes podían escuchar a Ciocchini casi a diario, en las clases de Estilística, la última y consagratoria materia de la carrera de Letras. Yo que había optado por la Historia me desquitaba leyendo sus trabajos en Cuadernos del Sur, o Los Trabajos de Anfión. Atesoraba sus palabras, dondequiera las encontrara. Un alma generosa se define aún en sus gestos más pequeños; recuerdo una dedicatoria suya en el libro que obsequió a un amigo común: "al caro amico e fraterno discussore". En esa frase estaba él, como amigo y como guía en el camino. Lo escuchaba en una reunión, o en la feliz casualidad de una conversación de pasillo.

Frases memorables

Recuerdo tres de esas conversaciones. La primera, ya narrada, cuando fuimos presentados. Otra en su casa, donde reunió a varios discípulos para formar un equipo de investigación, e indagar sobre algunos cruces entre la historia, los símbolos y las letras. (Ahora me pregunto si he estado haciendo otra cosa, aunque mi intento es a fuerza de martillo y escoplo, mientras que Ciocchini trabajaba con cinceles y balanzas de joyería.) En aquella reunión y compartiendo el café estuvieron Panofsky y Riegl, y otra vez Cassirer y Warburg y Sedlmair; y también Góngora y Gerard de Nerval. Una obra de arte es insular, nos decía. Está aislada en medio de un mar, pero le llegan todas las corrientes del agua y del aire.

Me sentí absolutamente ignorante, como todavía me siento ante este hombre; apenas estuve en casa me hice un programa de lecturas que siempre estoy empezando. He ahí otra cualidad del maestro: la de mostrar vastos paisajes de saber, suscitando un deseo que no iba a cesar.

Otra vez, él se detuvo a conversar conmigo en la Universidad; en el salón de entrada al edificio de Colón 80, donde todavía funcionaba el Instituto de Humanidades. Como yo había andado medio perdido, me sentí privilegiado por su atención, por su escucha, distendido él, apoyado contra la pared, sus ojos contemplándome tras los gruesos vidrios ambarinos de los lentes. Yo había terminado el servicio militar, y ahora era empleado administrativo en la biblioteca. Le conté de mis demorados estudios. En un momento, me preguntó si yo escribía. Y… sí, lo intentaba, pero, confesé “soy un poco jansenista.” Si un texto no salía perfecto, no lo aceptaba. Y ahí estaba detenido, ante una hoja en blanco y sobre la altura de un montón de papeles estrujados y rotos.

Me escuchó con atención, y después me dio una lección perenne. Habló, no de mis dificultades, sino de las suyas. Cada año, al aproximarse el fin del cursado, sentía las limitaciones de sus esfuerzos con gran parte de los estudiantes. Le habían inventado una imagen de tipo abstruso, inaccesible. Sin embargo, lo que les proponía era tan elemental… Una de las primeras experiencias era hacer un recorrido por las calles de la ciudad. Quizás ir en un colectivo, uno de esos rojos de la 500, hasta el puerto de Ingeniero White. A la vuelta, en el aula, silencio. Por el tiempo que fuera menester. Cinco, diez minutos… hacer silencio, decía. Lea “El mundo del silencio”, de Max Picard. Allí, en el silencio, iba a nacer una impresión. Luego se trataba de escribir a partir de esa impresión. Periódicamente, volver a ella, a esa aparición primera.

“En realidad es tan simple. Todo esto se aprende cuando uno se pone a escribir. Y para aprender a escribir, hay que ponerse a escribir. Luego, reflexionar sobre qué hacemos y cómo lo hacemos. Pero, ponerse a escribir. Es como para conocer el sabor del pan: ningún libro puede darnos el sabor del pan. Hay que comerlo.”

Si algo escribí luego, fue gracias al impulso y el ánimo que me dieron estas palabras.

Crímenes y dolores. Una lección de valor ciudadano.

Después de aquellos días alcionios, había llegado la dictadura de Onganía; ya no nos reuníamos a conversar, escuchar música y tomar un vino con amigos como el luminoso Mario Merlino (quien luego del 76 se exilió y se quedó en España), como Guillermo Quartucci, refinado poeta y crítico (que se exilió y se quedó en México, tras padecer una ordalía de cárcel, tortura y huída); como Nora Esperguín (que se exilió y se quedó en Francia, donde es conservadora en el Museo de Grenoble); como Lucía Gallay (que un día de 1975 fue a trabajar en su cátedra de la Universidad y encontró que el departamento de Humanidades estaba cerrado definitivamente con llave… y sólo quedaba irse). Y ya estamos mezclando evocaciones de los otros regímenes criminosos: primero las 3A, luego los asesinos de 1976 a 1983, militares y civiles.

Una de las hijas de mi maestro, una de aquellas nenas de Ciocchini, fue apresada en la Noche de los Lápices y torturada hasta la muerte. Llorábamos por él, pensando que no hallaría modo de salir de tanto dolor. Amenazado de muerte, él tuvo que exiliarse.

En 1983, cuando ya había regresado, le envié mi primer libro de poesías. Me lo agradeció de la mejor manera: sin elogios, señalando qué versos le gustaban y cuáles no habría incluído él. Ese mismo año publicó “Herbolario”.

En 1984 nos dio otra lección. Estábamos mirando en la tele el inicio del juicio a las juntas militares; un testigo al que veíamos de espaldas daba sus datos personales. Era él, que se había animado a testimoniar, en tiempos en que todo parecía aún muy inseguro. Nos enseñaba también que la poesía y el humanismo se hermanan con el valor cívico.

Algunas de sus páginas de esa época tienen un tono de invectiva contra esta patria de maltratos. (Habría que recordar que también Dante, amante de su patria, es no sólo el autor del dulce estilo; también escribió invectivas contra asesinos y tiranos.) Me llegó también la noticia de que en algún momento se había dedicado a la pintura.

Ahora tengo a la vista, regalo preciado, su antología “Como Espejo de Enigmas”. Y puedo leer sus escritos últimos, de los que transcribiré algunos en este blog. Y veo cómo este hombre afrontó el dolor. Sin desconocerlo, sin negarlo. Como la ostra perlífera, transformó el recuerdo de la herida en belleza, en poesía. Poesía que igualmente es dolor; pero más, mucho más, es triunfo de vida.

Pueden parecer endebles las palabras frente a la fuerza de las armas. Sin embargo, las palabras de Héctor Ciocchini siguen vivas y encendidas, mientras la obra de los asesinos que lo hostigaron se va desvaneciendo en la execración. Los que mataron y quemaron libros son y vuelven a ser derrotados por los que engendraron vida, escribieron libros, reunieron bibliotecas.

Río Colorado, 27 de diciembre de 2008.

(Escrito en base a recuerdos personales, a relatos de amigas y amigos aquí citados, a datos aportados por Cuca Andía y por la Introducción a su Antología, a cargo de María Fernanda Santiago Bolaños.)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un hermoso homenaje, Ramón. Ahora entiendo mejor.
Caroline

Marita Foix dijo...

Qué hermoso recuerdo!!! Estudié e investigué con Héctor Ciocchini con una beca del CONYCET. Fue una época dorada con Vicente Fatone y Jaime Rest. Me fui a Buenos Aires en el 64 y aquí estoy. Me alegro mucho que otros lo recuerden como yo. Lo acompañamos en los últimos años con su dolor por la infame desaparición de María Clara. Nunca tuvo consuelo, como es natural, ante el vil asesinato de un hijo. Celebro ser una sobreviviente.
Marita Foix, 19 de enero de 2011