martes, 10 de mayo de 2011

Iram, Ubar y los instrumentos celestes, 1.


El radar satelital y las fotos infrarrojas permiten divisar las rutas que se anudaban en Iram. Son los delgados trazos de color violáceo en la foto de la izquierda, y blanquecinos en la imagen a la derecha.

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Esta historia trata de una ciudad perdida; tan perdida que se llegó a creer que nunca había existido. Y de cómo fue descubierta otra vez por ciertos instrumentos celestes. A saber, los satélites, pero más aún, las palabras: instrumentos celestes, creaciones humanas.


La llamada de un loco


Podemos comenzar por el último capítulo, a partir del momento, en 1983, en que alguien en la NASA recibió un raro llamado telefónico. La persona que llamaba preguntó, con tono vacilante, si sería de interés de la agencia utilizar la lanzadera espacial para encontrar una ciudad perdida.

En lugar de cortar con ese loco, llamado Nicholas Clapp, cineasta de profesión, el hombre que recibió la llamada lo escuchó. El geólogo investigador Ron Blom, tal el nombre del oyente, había colocado un letrero sobre el monitor de su computadora: “¡Atrévete a ser estúpido!”. Comenzó allí el trabajo que llevaría a Clapp y Blom juntos, a realizar uno de los grandes descubrimientos arqueológicos de finales del siglo XX: el de Iram, la ciudad perdida de la región de Ubar, “la Atlántida de las arenas” (así llamada por T.E. Lawrence).


Cuentos de viejas

“Y después de esta hazaña, Kanmakán encontró a una negra muy vieja, errante del desierto, que contaba de tribu en tribu historias y cuentos a la luz de las estrellas. Y Kanmakán, que había oído hablar de ella, le rogó que se detuviese para descansar en su tienda y le contara algo que le hiciera pasar del tiempo y le alegrase el espíritu ensanchándole el corazón. Y la vieja vagabunda contestó: ` ¡Con mucha atención y con mucho respeto!´ y le refirió esta historia” … (El libro de las mil noches y una noche. Noche 141).

De este modo se habrá transmitido la historia de Ubar. Las consejas afirmarían que ese desierto, tan desierto que se lo llama Rub-al Khali, el Cuadrante Vacío, no siempre lo había sido. Que allí se había alzado Iram, la soberbia ciudad perdida. Las palabras de las ancianas trazarían en el aire el plano de la urbe “pavimentada de oro”; describirían su muralla octogonal, con aquellas torres angulares “altas como no se han vuelto a ver”. Esas míseras vagabundas hablarían con familiaridad de las fabulosas riquezas, de los palacios de aquella ciudad de mercaderes. Es que en ella se anudaban las rutas del incienso: la sustancia aromática venía de la costa de Arabia y seguía su camino hacia el Medio Oriente y Europa, donde serviría para honra de las deidades y trance extático de los fieles paganos y cristianos.


La narración abundaba en detalles. Iram había estado edificada sobre el oasis más grande de Omán, el gran pozo de agua de Wabar.

Pero un día había sobrevenido el castigo divino sobre aquella ciudad soberbia en su riqueza. Y la historia moría a manos de la moraleja: tarde o temprano, decían las viejas, los dioses castigan el excesivo esplendor de las ciudades. Los príncipes nómades escuchaban y asentían.



La perdición de la ciudad perdida

Es un relato arquetípico, el de la perdición de la ciudad perdida. Se entiende que antes que olvidada o extraviada, ha sido castigada. Jericó, Babel, Sodoma y Gomorra, Talavera de Esteco, Pichao… siempre la ciudad es figurada como lugar de riqueza y extravío, de resistencia al dogma, y por ello destinada a perecer en alguna catástrofe enviada por un poder superior: la ira del dios o de los dioses.

Es que pareciera que hay guerra, pese a las treguas, entre las religiones semíticas y la vida urbana. Los judíos y los musulmanes, nietos de pastores trashumantes, y con ellos los cristianos, bisnietos de los nómades hebreos, recelan de la ciudad, esa ciudad en la que crecen el debate, la individualidad, la diferenciación, el lucro. Cuanto más, llegan a aceptar una ciudad sagrada: Jerusalén, Medina, Roma. Pero alguna de ellas puede ser juzgada a veces como un antro de vicio y perdición. Roma ha sido asimilada a Babilonia, y Cristo lloró al prever el mal destino de la pecadora Jerusalén.

Iram de Ubar fue una ciudad perdida también en este sentido. Así la recuerda el Corán:

“6. Acaso ignoráis cómo el Señor se vengó de Aad / 7. Y de Iram la de orgullosos pilares / 8. Como nunca se han vuelto a construir en el país / 9. Y de Thamud, que talló las rocas del valle / 10. Y de Faraón, amo de un séquito brillante / 11. Todos ellos opresores de sus países / 12. Y crecidos en corrupción / 13. Sobre todos ellos el Señor envió sus plagas vengadoras ” … El Corán, capítulo 89 (La Aurora).

En el caso particular de Iram “de las mil columnas”, la ira del Señor la sumió definitivamente en las arenas – así se contaba su final.


¿Quién habría apostado a que la capital del incienso volvería, no sólo del olvido, sino aún más, del castigo divino?




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