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Las tres deidades, el espejo, la cueva sin sombras
Se suponía que Despoina era hija de la diosa Démeter (“la madre de la cebada”). En una cueva cercana al santuario de Lycosura se hallaba una imagen de madera de Démeter llamada Melania, la Negra, “debido a su vestimenta” otra vez según Pausanias.
Eran madre e hija, pero eran la misma diosa. La filiación era un modo de traducir una relación esencial. Una tercera deidad era otra faz de la misma presencia: en el templo de Lycosura, tras sendos altares de Démeter y Desponia hay otro de la Gran Madre. Una trinidad, una trimurti, señala diversos aspectos de un mismo poder.
Es que el número tres significa no menos que multiplicidad: supone el paso a otra instancia, casi a lo incontable. De la unidad más la pareja, a una situación en la que son posibles más relaciones que integrantes. Decir que la diosa es una y es tres, equivale a presentarla como unidad múltiple, inagotable.
Hay más aún. En la cueva dedicada al Zeus de los Lobos en Lycosura, ni las personas ni los animales arrojan sombra. Pero cuidado: quien ingresa sin permiso en esta caverna, muere antes del año – antes de que el sol vuelva a la misma posición.
Y más todavía. En un lateral del templo de las diosas hay un espejo que sólo te devuelve una imagen turbia de tu propia cara; en cambio, en él se reflejan claramente los semblantes de las divinidades.
El conjunto ceremonial de Lycosura también incluía un teatro, en el que se representaba el misterio. Más se confiaba en transmitir y comprender mediante la escena, el drama, que con algún relato libresco. Una galería de cuadros contribuía al mismo fin. Y no menos importante era el huerto sagrado, donde crecía toda clase de árboles, incluso un roble silvestre. Sólo no hay allí granados, que dan el fruto de ultratumba.
¿Hay que explicar algo de todo esto? La ciudad del rey lobo, el espejo de las diosas en el que se diluye la individualidad, el dios que da luz sin sombra… Da pudor querer traducir este simbolismo en un código discursivo que lo expone y lo empobrece.
Se sospecha un parentesco entre la Diosa y las manifestaciones de divinidad femenina en tantos otros pueblos y épocas. Vírgenes Negras, Candelaria, la parda Santa Sara de los gitanos… la lista es tan innumerable como lo que se alumbra desde el interior de la tríada.
Alguna interpretación fácil sostiene que la búsqueda actual de las diosas y vírgenes apunta a figurarnos un poder superior más condescendiente y dulce que el de los dioses machos. Si esto es lo que se busca, una “diosa buena”, también suena a reducción, quizás por sentimentalismo. En realidad, la diosa también sabe ser terrible. Lo es Hécate, otro nombre para la misma criatura simbólica, especializada en este caso en las encrucijadas, la magia y el misterio (aunque en su momento fuera diosa del amor, algo igualmente o más terrible). Lo es Ártemis, lo es Afrodita, lo es la misma Démeter. Castigan con ferocidad algunas faltas… pero sobre todo una: la de quien se atreve a contemplarlas en su desnudez. Cuidado, voyeurs de toda índole.
Por eso, prefiero no querer explicar más. Elijo saber mediante la poesía, como el que soñó dónde estaban las piedras que hicieron posible tallar las estatuas.
Hay en nuestros días un buen mercado para historias misteriosas, rebuscadas o inventadas a partir de algún dato real. No lo sagrado mismo, que de por sí es misterio, sino las conspiraciones en torno a lo sagrado, ocupan un lugar preferente en esta moderna literatura de cordel. Ya no hay argumentos de guerra de espías entre los soviets y los yanquis; entonces, se los sustituye por la guerra de espías en torno al Vaticano.
Nada hay en esas seudo historias tan rico, tan sugerente y tan transformador como en la verdadera historia de los símbolos humanos. Historia tan compleja y misteriosa, que hasta hoy desconocemos el nombre de la diosa. Feliz circunstancia, porque así ella puede responder a todos los nombres.
Ramón Minieri
Mayo 25 de 2011
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