martes, 10 de mayo de 2011

Iram, Ubar y los instrumentos celestes, 2



Restos de las murallas de Iram, sobre el domo derrumbado del pozo de agua.

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Lo que quedaba




Los cuentos de las viejas en el desierto concidían con otros testimonios. En un mapa del siglo II, Ptolomeo había dejado constancia de la existencia de una región de los “ubaritas”; la ciudad reapareció porfiadamente en Las Mil y Una Noches, en la obra de Washington Irving y en alguna página de T. E. Lawrence.



En tiempos más recientes afloraron documentos que señalaban hacia la extraviada Ubar. Las tabletas de los archivos de Ebla, ciudad-reino reencontrada en 1973 por arqueólogos que trabajaban en Siria, señalaban a la ciudad de Iram como una plaza con la que había tráfico habitual. Ebla había existido desde los años 3.000 antes de nuestra era.


El loco y lo que vino después



Clapp creyó en la leyenda de Iram, al igual que otros locos antes que él habían creído en otras leyendas (Heinrich Schliemann, el que descubrió Troya; Leonard Woolley, arquéologo del Súmer; Arthur Evans, que reencontró Cnossos). Los datos de la biblioteca de Ebla lo afianzaron en su creencia.



Cuando supo que las ciudades mayas habían sido estudiadas utilizando la tecnología espacial, Clapp pensó que por fin Iram podría ser hallada. Las prospecciones sobre el terreno en Omán habían fracasado; a ver qué sucedía con los instrumentos celestes.



Lo que sigue es quizás el episodio más breve, pero el decisivo. Mediante observaciones satelitales con radar y fotografías en luz infrarroja, se descubrió el entramado de rutas soterradas que llegaban a Iram y partían de ella. Luego, nuevas expediciones arqueológicas acompañadas por búsquedas en archivos, establecieron el sitio de la ciudad.



Allí se descubrió también que la leyenda entrañaba una verdad. Las murallas, ahora sumidas en la arena, habían estado edificadas sobre un techo con forma de caverna. Bajo ese domo había existido un gigantesco pozo natural de agua dulce. La población creciente de Iram extraía las aguas de ese depósito natural subterráneo, y las almacenaba en las celebradas torres de la ciudad, para hacerlas llegar a todos sus rincones. Hasta que la disminución del agua subterránea vació la cúpula de calcáreo sobre la que se asentaba la ciudad. Al quedar sin sustento, la cáscara de roca se quebró, y la ciudad toda se desplomó bajo tierra.


En este extremo la historia deviene símbolo y premonición. La ciudad se prende de la tierra, y la chupa hasta devorarla, y perece junto al pecho que la nutre. Justicia poética. Otra advertencia que no van a escuchar los Haliburton y Obamas de esto que llaman mundo, esta civilización en sus postrimerías, que cada vez se come con mayor avidez el petróleo, el gas y los pueblos que están encima de los yacimientos. Estos fulanos perdieron la noción de justicia como la de poesía – si es que alguna vez las entendieron.

Iram existió desde el 2800 a.e.c hasta el 500 d.e.c.: unos 3300 años de existencia emergida. Luego de su enterramiento, permaneció sumergida durante unos 1500 años.


Sumergida en las dunas, pero aflorando porfiadamente en las palabras de las tabletas polvorientas; y de las viejas, los locos y los estúpidos.



Instrumentos celestes.

















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