martes, 28 de abril de 2009

El Emperador de la Atlántida. La muerte abdica.

Viktor Ullmann (1898-1944)

La historia trata del poder y la muerte.

Sobre la Atlántida rige el belicoso Emperador Total – así se llama, sin más nombre que su ambicioso título. Aparece en escena Arlequín, precisamente él que es celebrante de la alegría del vivir, para contarnos la tristeza de ese país sin poesía y sin amor:


"En este mundo empobrecido, ¿qué otra opción nos queda que vender nuestra alma en la feria del pueblo? ¿Alguien quiere comprarla? Lo que queremos todos es deshacernos de nosotros mismos. Irnos allí donde los cuatro vientos nos tomen y nos lleven."

Ahora bien, en semejante lugar, donde la vida no es propiamente vida, ¿qué podría matar la Muerte? Ella se siente tan frustrada como Arlequín. El Pregonero pretende reclutarla para que sirva al Emperador, pero ella lo rechaza:

No me interesa marcar el paso con los carros de guerra motorizados de Total, que son una burla del viejo arte del morir.

El Pregonero vuelve entonces con un nuevo decreto del Emperador: declara la guerra de todos contra todos, hasta que no queden sobrevivientes; hombres, mujeres y niños deberán armarse en esta guerra total.

Pero la Muerte se indigna ante esta intrusión prepotente en su tarea: “es mi oficio llevarme las almas de los humanos, y no el suyo.” Entonces, rompe su sable y se declara en huelga.

Al Emperador le llega la noticia de que de sus hombres no mueren a pesar de las más graves heridas. “Ellos están luchando con la vida… hacen todo lo posible para morir.” Entonces, dispone que se realice una campaña de propaganda para proclamar que él ha logrado la vida eterna para sus súbditos. Pero en realidad está despavorido. ¿Tiene sentido su dominación, si no puede adjudicar la muerte?

"Muerte, ¿dónde está tu aguijón? Infierno, dónde está tu victoria?" canta el Emperador.

En este país de la guerra total, una muchacha se enfrenta con un soldado. Cuando ambos comprueban que no pueden matarse en la lucha, se enamoran. Y es inútil que el Pregonero del Emperador quiera incitarlos a pelear de nuevo, describiéndoles los deleites de la guerra que todo lo unificará. La muchacha lo rechaza diciendo

“Sólo el amor puede unirnos, unirnos a todos.”

Los dominios del Emperador se despedazan. Por todas partes se producen rebeliones contra este estado, este limbo de no vida y no muerte. El Emperador Total cae en un estado de locura, y entonces Arlequín aparece para recordarle el tiempo de inocencia de su infancia.


Cuando va a mirarse en el espejo, el Emperador ve allí el rostro de la Muerte. Ella se le presenta cantando: “Soy como el Jardinero, que desarraiga las plantas mustias, los hombres ya desechados por la vida.” Y le propone un acuerdo al déspota: “Yo estoy dispuesta a hacer la paz, si tú aceptas hacer un sacrificio. Ser el primero que pruebe esta renovada muerte.”


El Emperador Total acepta el acuerdo, y “entonces volvió a tenderse la piedad de la muerte sobre la gente sufriente.”

El último canto coral que escuchamos es una loa y un pedido: “Enséñanos a guardar la más sagrada de las leyes: no usen el gran nombre de la Muerte en vano, nunca más.”

La ópera se llama El Emperador de la Atlántida – La Muerte abdica. Fue escrita por el músico Víktor Ullmann y el poeta Petr Kien en el campo/ghetto de Theresienstadt, en el verano de 1943. Tras varias modificaciones al libreto (destinadas a tranquilizar a los referentes culturales judíos del campo) se llevó a cabo un ensayo allí en setiembre de 1944. Ante lo que consideraron una alusión crítica a Hitler, las autoridades nazis prohibieron que volviera a ser puesta en escena. Poco después, los músicos, el elenco, Ullmann, Kien y sus familiares fueron trasladados a Auschwitz , donde se les dio muerte. Para entonces Ullmann tenía 46 años de edad.

Sobrevivieron algunos de los cantantes, y la partitura de El Emperador de la Atlántida. El estreno formal de la ópera recién se produciría en Ámsterdam en 1975, y en 1995 se la repuso en el campo donde fue creada. Ha sido presentada también en Alemania, Austria, Suecia, Canadá, Estados Unidos, y por la Ópera de Cámara del Colón; pero no en Israel, según las noticias que encuentro.

Antes de ser internado en Theresienstadt, Ullmann, alumno de Schönberg, excelente pianista y compositor, había tenido que soportar el alejamiento de dos de sus hijos pequeños hacia los Estados Unidos, adonde los llevaron para salvarles la vida, y la pérdida de sus padres. En los campos murieron otros dos de sus hijos.

Aunque consideraban que la suya era una música degenerada, como todo lo compuesto después de Wagner, los nazis autorizaban su actividad, junto a la de otros artistas, como “entretenimiento”. Y servía para reforzar el simulacro que era Theresienstadt, presentado como una “colonia judía creada por el Führer”, cuyos habitantes supuestamente vivían en inmejorables condiciones. Se los exhibía a las delegaciones internacionales, y se filmó allí una película propagandística del régimen.

Hasta el momento de su deportación, Ullmann llevaba compuestos 41 opus. Muchas de estas obras se perdieron durante la ocupación alemana de Praga. Por el contrario, y paradójicamente, sólo está perdida una de las veinte composiciones que realizó en el campo.

Prisionero y en medio de privaciones, Viktor Ullmann encontró ocasión para crecer en su arte. Así lo explicaba él:

“Theresienstadt ha sido y es para mí una escuela que me enseña la estructura. Antes, cuando no experimentaba la crueldad debido al “confort” (esa magia de la civilización), era fácil crear una forma bella. En cambio aquí lo artístico tiene que luchar y probarse contra la estructura cotidiana, cada gota de inspiración está en contra del entorno; es aquí donde uno encuentra la maestría, donde se entiende a Schiller: la sustancia tiene que ser consumida por la forma. Esta es la tarea de la humanidad; no sólo de la humanidad en lo estético, también de la humanidad en lo ético. He compuesto mucha música en Theresienstadt, la mayor parte a pedido de pianistas, cantantes y directores, para las actividades de recreación del Gheto. Sería fastidioso enumerarlas, como lo sería decir que en Theresienstadt es imposible tocar un piano porque no lo hay. Y tampoco las generaciones futuras se preocuparán mayormente porque ahora carezcamos de papel para música. Sólo destacaré que aquí he florecido en mi crecimiento musical y que no me siento inhibido para ello. Simplemente no nos hemos sentado a orillas del río de Babilonia para lamentar que nuestro deseo de cultura no fuera equiparable a nuestro deseo de existir. Y estoy convencido de que todos los que hayan trabajado en su vida y en el arte para hallar contentamiento en su forma incesante dirán que tuve razón.” (Goethe and Ghetto, 1944).



La experiencia vital y artística de Víktor Ullmann, me lleva a preguntas que están en el límite de lo entendible. Lo mismo me sucede con la historia de El Emperador de la Atlántida. Tan sólo trataré de formularlas; quizás ni eso consiga.


¿Será cierto que la dominación total sólo puede ser doblegada por la abstinencia de la muerte? Y si es así, ¿por qué? ¿qué hay en el poder, qué hay en la muerte, que llevan a esa capitulación del Imperio Total?
¿Será que para determinada concepción, el Poder supone la atribución de dar muerte, y si se le quita esta atribución deja de tener sentido? Así lo señalaba Elias Canetti.

¿Será cierto que el arte verdadero, la verdadera creación, se da del modo más exaltado en las víctimas? ¿O es que acaso quien vive en el ghetto o en el campo tratará siempre de convencerse de que allí pudo crecer y crear más que si hubiera estado fuera de él?

¿Estamos en la Atlántida? ¿Se venden almas en la feria?
¿Está reinando el Emperador Total?

¿Theresienstadt, y todos los otros Theresienstadt que han sido, son cosa del pasado?

...

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