Antefuturos
Revancha y derrota de Luis Parodi
De mi abuelo materno Luis Parodi no tengo recuerdos personales. Llegamos a tocarnos, él me conoció, pero se murió cuando yo era muy chico. Lo admiro y amo por lo que luego he averiguado de él: su porfiada adhesión a la vida, pese a los padeceres y las tristezas.
Había nacido en Pontedecimo, un borgo residencial al norte de Génova, en 1887. El lugar se llama así desde hace más de dos mil años, cuando los romanos construyeron un puente, justo en la décima milla contada desde Génova hacia el Norte. El apellido no era muy original: hay cientos de Parodis en esa región, y decenas en la Argentina. En fin, siempre procedemos de alguna tribu.
(En Pontedecimo había estado Juan Bautista Alberdi en 1843, invitado a la casa de sus parientes, los Barabino. El autor de la Constitución y los minués logió la belleza del lugar, el verdor de bosques y plantíos logrado a fuerza de trabajo contra la aridez natural, los caminos parejos y limpios. Los parientes le cebaron mate con una yerba que habían hecho traer desde el Paraguay.)
La familia de Luis era relativamente rica. Vivían envueltos en música. Él tocaba el clarinete en la banda escolar, leía partituras, iba con sus padres en carruaje a la ópera de Génova. Estaba de moda Mascagni (Cavalleria Rusticana), y comenzaban a escucharse las discutidas melodías del joven Giacomo Puccini – un Piazzolla de entonces.
Algo sucedió después que dejó a los Parodi en una pobreza extrema; quizás la catastrófica crisis económica de la década de 1890.
Revancha y derrota de Luis Parodi
De mi abuelo materno Luis Parodi no tengo recuerdos personales. Llegamos a tocarnos, él me conoció, pero se murió cuando yo era muy chico. Lo admiro y amo por lo que luego he averiguado de él: su porfiada adhesión a la vida, pese a los padeceres y las tristezas.
Había nacido en Pontedecimo, un borgo residencial al norte de Génova, en 1887. El lugar se llama así desde hace más de dos mil años, cuando los romanos construyeron un puente, justo en la décima milla contada desde Génova hacia el Norte. El apellido no era muy original: hay cientos de Parodis en esa región, y decenas en la Argentina. En fin, siempre procedemos de alguna tribu.
(En Pontedecimo había estado Juan Bautista Alberdi en 1843, invitado a la casa de sus parientes, los Barabino. El autor de la Constitución y los minués logió la belleza del lugar, el verdor de bosques y plantíos logrado a fuerza de trabajo contra la aridez natural, los caminos parejos y limpios. Los parientes le cebaron mate con una yerba que habían hecho traer desde el Paraguay.)
La familia de Luis era relativamente rica. Vivían envueltos en música. Él tocaba el clarinete en la banda escolar, leía partituras, iba con sus padres en carruaje a la ópera de Génova. Estaba de moda Mascagni (Cavalleria Rusticana), y comenzaban a escucharse las discutidas melodías del joven Giacomo Puccini – un Piazzolla de entonces.
Algo sucedió después que dejó a los Parodi en una pobreza extrema; quizás la catastrófica crisis económica de la década de 1890.
No se trata de esa pobreza en la que yo crecí, en la que Charles Péguy era experto, en la que uno se puede hacer experto, instalarse y vivir momentos de alegría. Sino de esa que sobreviene, como una privación y otra, parecida a una inundación que no deja de crecer y sumir; y frente a la cual sentimos que todavía no hay saber, no hay saber posible.
Lo más triste está en los detalles. No vivimos “la pobreza”, sino los golpes concretos que nos laceran. Una hermana querida de Luis se murió “de tristeza y consunción”. Llamaban consunción al hambre y al sufrimiento por el frío extremo. Uno moría “consumido” por la pobreza. Y la tristeza. Las amigas de la joven habían dejado de tratar con ella.
Luis trajo bellas canciones e historias de Génova. Contaba que en los días de verano, los chicos se zambullían en el mar Ligur, en el puerto. Sacaban a flor de agua y mostraban entre los dientes las monedas que arrojaban los turistas desde los barcos. Él era un buen nadador; quizás alguna vez lo haya hecho. También contaba cómo las mujeres que vivían cerca del mar se lavaban los cabellos en el agua salada y cristalina, una y otra vez. Por eso, decía, las genovesas tienen ese pelo rubio cobrizo.
Pero él se vino a vivir a un lugar sin mar, sin bellos jardines, sin ópera, sin puentes ni ríos ni colinas.
En 1908 emprendió el viaje hacia la Argentina, junto con un hermano menor. Deprimido, este hermano se mató de un escopetazo en Río de Janeiro. Luis, que tenía veinte años, siguió viaje. Desembarcó en Buenos Aires y trabajó en todo lo que se daba, hasta lograr empleo estable como mayoral de tranvía. Un buen día se enteró de que en un pueblito, Juárez, buscaban empleados para un molino. Allá se fue.
Como en otros lugares del interior, en Benito Juárez se hacía la molienda del trigo de la región. Hoy muchos de esos molinos están abandonados. Pero en aquellos años los dueños de la empresa harinera querían comenzar a fabricar fideos; y para eso fue contratado Luis Parodi. Durante el resto de su existencia sería fideero.
Quedan hilachas de memoria de sus inicios en Juárez. Lo invitaron a un asado que terminó en trifulca, y él escribió una crónica versificada de los hechos en su trabajoso castellano. Mi abuela Violante recitaba cuatro de esos versos: “Batifondo y confusión/ por parte de los más bravos./ Yo, parado en un rincón/ hacía el papel del pavo.” Dos generaciones rieron con estos versos.
Se afilió al Partido Socialista. Tenía sólo dos sillas en su pieza, pero llevó una como donación para el partido.
En 1918 se casó con mi abuela María Angela Violante Fontana, a quien llamaban Viola. Hija del finado Santos Fontana, Viola era muy lectora y amante de la música. Tuvo que dedicarse a la costura desde adolescente (se decía “coser para afuera”), y se quedó con las ganas de ser maestra. Creaba sus propios modelos, diseñaba los moldes de prendas originales y elegantes. Pero añoraba el magisterio, y nos tomó a sus nietos como alumnos, en una escuela universal que funcionaba en la cocina de su casa. Su programa incluía música y recitados de poesía, aunque el chico tuviera sólo cuatro o cinco años. Y también lecciones de cocina, huerta, herboristería, historia de Italia, efemérides argentinas, y cuanto pudiera presentarse.
Don Luis seguía siendo un convencido socialista. Cuando nació su primer hijo, en los épicos tiempos iniciales de la revolución bolchevique, quiso llamarlo Lenin Parodi. El jefe del registro civil de Juárez se negó; y mi tío pasó a llamarse Amílcar. Después sería un porfiado conservador. Me pregunto qué habría hecho de haberse llamado Lenin.
Mi abuelo llegó a ser el maestro fideero de la fábrica, con un buen sueldo. Una decisión suya lo pinta de cuerpo entero: se trajo la primera radio que hubo en Juárez, costosa y enorme como una catedral gótica, para escuchar la ópera del Teatro Colón. Se compró también la primera victrola del pueblo. Y desde siempre tenía su guitarra, con la que se acompañaba para cantar en xeneixe. Fue amigo personal del famoso tenor Beniamino Gigli, que eligió el piano que compraría don Luis para la casa. Si quieren oír cómo cantaba Beniamino...
Sus hijos lo recuerdan trabajando en el patio de la casa que se había construido. Tenía allí un pequeño parque con frutales y flores de toda clase, como los que había descripto Alberdi. Pasaba los ratos libres pintando tutores con prolijas franjas blancas y rojas, plantando y abonando los arbolitos que se hacía traer desde la capital.
Viajaba al menos una vez por año a Buenos Aires para asistir a la temporada lírica. Era amigo de una familia de genovesas que revistaban en los coros del Colón. Sus dos hijas tuvieron nombres vinculados a la ópera y al arte. Lily, la menor, se llamó así por la Pons; Fanny, por la desenfadada Fanny Brice, cantante de temas tan exitosos como My Man (1920) y una de las primeras divas del cine móvil. Mi abuela miraba de reojo estas preferencias de su marido.
Parecía haber ganado una revancha. Había recuperado la música, el verdor, cierta belleza en su vida. En los veranos recuperaba también el mar, cuando iba con familia y parientes en una caravana de dos o tres autos hasta Mar del Plata.
Las preferencias políticas de don Luis cambiaron cuando Mussolini llegó al poder y empezó a realizar obras que resolvían viejos problemas de Italia. Ese Duce tan eficaz, también un antiguo socialista, le devolvía su orgullo de ser italiano.
Esto lo llevó a nuevas decepciones y tristezas. Mussolini se mostró más y más autoritario, se asoció a Hitler, y metió a Italia en una guerra larga y desastrosa. Las noticias de las miserias del fin de la guerra le recordaron a don Luis sus tiempos de joven en Génova. Para colmo, el Mariscal Badoglio y el Rey parecieron retomar el poder; la democracia cristiana, auspiciada por el Papa, se afirmaba como primera fuerza política de Italia; y los norteamericanos se paseaban por Europa como señores. Y don Luis sentía una visceral antipatía hacia los generales, el Rey, la iglesia y los yanquis.
Sobrevivió por poco tiempo. Vendió la casa en Juárez y se mudó a Tandil, en la esquina de Chacabuco y Garibaldi. Allí lo trataron de un cáncer de estómago del que murió cuando tenía 60 años. Había dicho que quería morir a esa edad.
Lo más triste está en los detalles. No vivimos “la pobreza”, sino los golpes concretos que nos laceran. Una hermana querida de Luis se murió “de tristeza y consunción”. Llamaban consunción al hambre y al sufrimiento por el frío extremo. Uno moría “consumido” por la pobreza. Y la tristeza. Las amigas de la joven habían dejado de tratar con ella.
Luis trajo bellas canciones e historias de Génova. Contaba que en los días de verano, los chicos se zambullían en el mar Ligur, en el puerto. Sacaban a flor de agua y mostraban entre los dientes las monedas que arrojaban los turistas desde los barcos. Él era un buen nadador; quizás alguna vez lo haya hecho. También contaba cómo las mujeres que vivían cerca del mar se lavaban los cabellos en el agua salada y cristalina, una y otra vez. Por eso, decía, las genovesas tienen ese pelo rubio cobrizo.
Pero él se vino a vivir a un lugar sin mar, sin bellos jardines, sin ópera, sin puentes ni ríos ni colinas.
En 1908 emprendió el viaje hacia la Argentina, junto con un hermano menor. Deprimido, este hermano se mató de un escopetazo en Río de Janeiro. Luis, que tenía veinte años, siguió viaje. Desembarcó en Buenos Aires y trabajó en todo lo que se daba, hasta lograr empleo estable como mayoral de tranvía. Un buen día se enteró de que en un pueblito, Juárez, buscaban empleados para un molino. Allá se fue.
Como en otros lugares del interior, en Benito Juárez se hacía la molienda del trigo de la región. Hoy muchos de esos molinos están abandonados. Pero en aquellos años los dueños de la empresa harinera querían comenzar a fabricar fideos; y para eso fue contratado Luis Parodi. Durante el resto de su existencia sería fideero.
Quedan hilachas de memoria de sus inicios en Juárez. Lo invitaron a un asado que terminó en trifulca, y él escribió una crónica versificada de los hechos en su trabajoso castellano. Mi abuela Violante recitaba cuatro de esos versos: “Batifondo y confusión/ por parte de los más bravos./ Yo, parado en un rincón/ hacía el papel del pavo.” Dos generaciones rieron con estos versos.
Se afilió al Partido Socialista. Tenía sólo dos sillas en su pieza, pero llevó una como donación para el partido.
En 1918 se casó con mi abuela María Angela Violante Fontana, a quien llamaban Viola. Hija del finado Santos Fontana, Viola era muy lectora y amante de la música. Tuvo que dedicarse a la costura desde adolescente (se decía “coser para afuera”), y se quedó con las ganas de ser maestra. Creaba sus propios modelos, diseñaba los moldes de prendas originales y elegantes. Pero añoraba el magisterio, y nos tomó a sus nietos como alumnos, en una escuela universal que funcionaba en la cocina de su casa. Su programa incluía música y recitados de poesía, aunque el chico tuviera sólo cuatro o cinco años. Y también lecciones de cocina, huerta, herboristería, historia de Italia, efemérides argentinas, y cuanto pudiera presentarse.
Don Luis seguía siendo un convencido socialista. Cuando nació su primer hijo, en los épicos tiempos iniciales de la revolución bolchevique, quiso llamarlo Lenin Parodi. El jefe del registro civil de Juárez se negó; y mi tío pasó a llamarse Amílcar. Después sería un porfiado conservador. Me pregunto qué habría hecho de haberse llamado Lenin.
Mi abuelo llegó a ser el maestro fideero de la fábrica, con un buen sueldo. Una decisión suya lo pinta de cuerpo entero: se trajo la primera radio que hubo en Juárez, costosa y enorme como una catedral gótica, para escuchar la ópera del Teatro Colón. Se compró también la primera victrola del pueblo. Y desde siempre tenía su guitarra, con la que se acompañaba para cantar en xeneixe. Fue amigo personal del famoso tenor Beniamino Gigli, que eligió el piano que compraría don Luis para la casa. Si quieren oír cómo cantaba Beniamino...
Sus hijos lo recuerdan trabajando en el patio de la casa que se había construido. Tenía allí un pequeño parque con frutales y flores de toda clase, como los que había descripto Alberdi. Pasaba los ratos libres pintando tutores con prolijas franjas blancas y rojas, plantando y abonando los arbolitos que se hacía traer desde la capital.
Viajaba al menos una vez por año a Buenos Aires para asistir a la temporada lírica. Era amigo de una familia de genovesas que revistaban en los coros del Colón. Sus dos hijas tuvieron nombres vinculados a la ópera y al arte. Lily, la menor, se llamó así por la Pons; Fanny, por la desenfadada Fanny Brice, cantante de temas tan exitosos como My Man (1920) y una de las primeras divas del cine móvil. Mi abuela miraba de reojo estas preferencias de su marido.
Parecía haber ganado una revancha. Había recuperado la música, el verdor, cierta belleza en su vida. En los veranos recuperaba también el mar, cuando iba con familia y parientes en una caravana de dos o tres autos hasta Mar del Plata.
Las preferencias políticas de don Luis cambiaron cuando Mussolini llegó al poder y empezó a realizar obras que resolvían viejos problemas de Italia. Ese Duce tan eficaz, también un antiguo socialista, le devolvía su orgullo de ser italiano.
Esto lo llevó a nuevas decepciones y tristezas. Mussolini se mostró más y más autoritario, se asoció a Hitler, y metió a Italia en una guerra larga y desastrosa. Las noticias de las miserias del fin de la guerra le recordaron a don Luis sus tiempos de joven en Génova. Para colmo, el Mariscal Badoglio y el Rey parecieron retomar el poder; la democracia cristiana, auspiciada por el Papa, se afirmaba como primera fuerza política de Italia; y los norteamericanos se paseaban por Europa como señores. Y don Luis sentía una visceral antipatía hacia los generales, el Rey, la iglesia y los yanquis.
Sobrevivió por poco tiempo. Vendió la casa en Juárez y se mudó a Tandil, en la esquina de Chacabuco y Garibaldi. Allí lo trataron de un cáncer de estómago del que murió cuando tenía 60 años. Había dicho que quería morir a esa edad.
1 comentario:
Estimado amigo, siempre es un placer poder vivir su prosa, me parece verlo, siento un orgullo mezcla de alegria y nostalgia.
Alegria por considerarme su amigo, nostalgia por no poder aprovecharlo mientras se nos va el tiempo de entre las manos.
Alberto el Bello
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