El cementerio de Juárez. Imagino conversando allí en las tardecitas a mis ancestros los Parodi, los Fontana, algunos de los Minieri. Los Zubeldía en cambio se reúnen en los subsuelos de los cementerios de Tandil y de María Ignacia - Vela.
Antepasados, antefuturos
Identidades entrecruzadas
Desciendo de hombres oscuros: desconocidos, expatriados, muertos antes de tiempo, algún suicida. Desde chico vi en el mundo a mi alrededor que los hombres casi no estaban; era este un país de mujeres que sostenían el andar cotidiano de las cosas. Una generación después iba a repetirse esto.
Tan oscuro es mi linaje, que ni siquiera puede decirse que Minieri sea el verdadero apellido. Mi bisabuela paterna tuvo un encuentro amoroso con alguien, y de resultas de tales escaramuzas (ojalá gratas) vino al mundo mi abuelo paterno, Roberto. Para evitarle mayor vergüenza a la chica, su padre (o sea, mi tatarabuelo) registró al chico como de él y de su esposa. De ese tatarabuelo que figura como bisabuelo en los papeles, sólo me llegó que era dueño de un negocio de venta de zapatos en Benito Juárez, provincia de Buenos Aires.
Me hubiera gustado conocer a esa bisabuela Minieri, hija de un Minieri y madre de un Minieri, que tramó un nudo tan redundante para iniciar esta rama de la gigantesca enredadera humana. Seguramente habrá tenido sus encantos para atrapar a un caballero andante. Ahora, en cuanto a la discordancia entre el apellido formal y el verdadero, muy posiblemente la mayoría de las familias de la tierra habrá experimentado similares intromisiones, y nadie parece molestarse mucho por ello. Y en fin, a la corta o a la larga, ¿acaso no venimos todos de alguien desconocido?
Lo cierto es que en esta situación, felizmente no puedo ser anti nada. Ni antisemita, ni antinegro, ni siquiera antigermano, por decir algo. Vaya a saber qué sangre lleva uno. Ha sido un condicionamiento que agradezco; me evitó desde el vamos devaneos racistas o fundamentalistas de cualquier índole, en los que sería soberbia no pretender incurrir. Si estuviera de moda hacerse un escudo, pondría en su campo algo que indique el origen no del todo claro. Pongamos, un guante de mano izquierda, para aludir a cosas por zurda.
Sigamos otro paso con el linaje Minieri. El siguiente hombre oscuro fue ese abuelo Minieri nacido de un desconocido. Crecido ya, casado, y cuando habían pasado unos pocos años de su feliz matrimonio con mi abuela Angelita, salió un día de casa y ya no volvió. Muchos años después, cuando la abuela hojeaba las páginas del diario La Nación, prorrumpió en un grito y se deshizo en sollozos. Había encontrado en la sección de fúnebres de un diario tan distinguido la noticia de que su esposo era finado. Lloraría ella su juventud perdida, su única oportunidad de amar, en un tiempo, un lugar y un medio social donde había quedado condenada a una falsa viudez perpetua, vestida íntegramente de negro. (También mi padre se extravió y terminó matándose.)
La abuela Angelita era de la familia Zubeldía Casal, inmigrantes vascos que se habían afincado en las hermosas tierras de María Ignacia - Vela, poblado de nombre esquizoide, cerca de Tandil; allí tenían un campito que recordaba a su Guipúzcoa, con un arroyuelo entre varias grandes peñas. Criaban ovejas y habían alzado una casa que otrora se divisaba desde el tren, “la casa de las catorce ventanas”, siete de ellas visibles en el costado del alto caserón lejano frente a las vías.
La prole del bisabuelo Zubeldía, cuyo nombre desconozco, y de su mujer, estuvo formada por trece hijos. En la familia había un aura de intelectualidad y un toque de divertida locura. De los trece hermanos la mayoría fueron solterones y solteronas. Sólo dos se casaron. Las y los restantes seguían habitando entre la casa solariega de María Ignacia y una que tenían en Tandil, donde alcancé a conocer a algunos.
Los hombres (mis tíos abuelos) salían temprano a trabajar las majadas y recorrer el campo. He contado en otro lugar cómo Ramón se diferenció cuando joven: buscó trabajo letrado en una escribanía, en el medio intelectual y ácrata del pueblo de Vela. Las mujeres hacían algunas tareas con la preparación de manteca, quesos, el ordeñe, algo de hilado y tejido con la lana de las propias ovejas. Esto hasta que la modernización de la década de 1960 y el envejecimiento hizo que fueran dejando de lado estas labores. Desayunaban, almorzaban, merendaban y cenaban con cordero y mate, acompañados por alguna fruta de los durazneros y perales del patio. En la mesa dejaron durante bastante tiempo un plato con cubiertos para “la finadita Ignacia” que ha de haber sido alguien muy especial, porque su muerte ocupaba años después un lugar enorme en las palabras y los actos de sus hermanos. Terminada la comida, y como un signo de refinamiento en seres que se manifestaban aquejados siempre por alguna migraña, pasaban una bandejita de plata con aspirinas, para que los comensales se sirvieran.
Alcancé a conocer a Ramón, para mí el personaje más interesante de los Zubeldía, y cuyo nombre llevo. En otro lugar de este blog he tratado de juntar lo que de él recuerdo.
Llegué tarde para conocerlo a Manolo, es decir Manuel Zubeldía, hermano y compinche eterno de Ramoncito. Cuando comencé a tratarlo a este último, estaba desolado por la muerte de Manuel, que era el humorista de la familia. Ramón era la viva imagen de la “gravitas”, hasta en su habla, que parecía la página abierta de un clásico; en cambio Manolo había sido jocoso y dicharachero.
Sí pude tratar a mi abuela Angelita, mujer de amores incondicionales, capaz de hacerse escasear la comida para brindarle un regalo a un ser querido. Era menuda, casi no dormía ni comía, parecía aspirar a desencarnarse definitivamente. A sus setenta años, fumaba. Cuando quería vestirse de lujo, se calzaba un vestido largamente abotonado, negro por supuesto, una chaquetilla del mismo color encima, un ancho pañuelo de encaje, y unas altas botitas del mismo color. Tocaba la guitarra de oído interpretando velozmente milongas, valsecitos y serenatas. Sufría periódicamente unas migrañas que la dejaban caída e inerme en su cama. Ella las atribuía al peregrinaje de una aguja por el interior de su cuerpo. En una ocasión, decía, estaba cosiendo, y por distracción apoyó el brazo donde había una fina aguja. Esta se introdujo en alguna de sus venas, y desde entonces andaba por allí.
También traté a su hermana, mi tía abuela Elenita, que siempre había sido la niña terrible de la familia. A los casi setenta años seguía con su regalado tren de vida, consistente en permanecer hasta casi el mediodía en la amplia cama sedeña, donde se maquillaba meticulosamente, leía, conversaba con las visitas y tomaba su mate en bandeja de plata. El rostro de Elenita era un hermoso artificio, como el de las faraonas egipcias coloreadas de albayalde. Habría sido una experiencia inolvidable ver emerger cada mañana sus rasgos de la nada, cuando ella se dibujaba las cejas, se pintaba dos mejillas sonrosadas con colorete, se diseñaba una boca…
Acostumbrado a pensar que nada se olvida en algún lugar de nuestras vísceras, que todo se recuerda en nuestra desmemoria, doy por sentado que algo traigo de cada uno de estos antefuturos. He hablado ya del reloj irreductible de Ramón, y de la herencia de su porfía que creo llevar; quizás otra media faz de mi carácter sea bufonesca como la de Manolo – me permito una broma en los momentos más álgidos. Quizás la aguja en el cuerpo sea una buena metáfora que puedo tomar prestada de Angelita, para justificar ese dolor que a veces precede a sus motivos, los días en que parece desgastado el deseo, la aguijante inquietud que no cesa. Quizás día a día, pero en mi caso con esta caja de maquillajes de la escritura, tenga que hacerme un rostro encima de una superficie donde hay nada. Quizás sigo poniéndole un plato a cada uno de ellos, y no sólo a la finadita Ignacia, en la mesa de mi tiempo. Y quizás soy otro furtivo y fugitivo; y un día voy a ver la noticia de mi óbito en un diario – no creo que sea La Nación -, y me pondré a llorar por todo lo que no me supe acompañar fielmente, rutinariamente, aburridamente, como todo amante que aprende a soportar a la criatura amada a pesar de ella misma. Y de sí mismo.
Desciendo de hombres oscuros: desconocidos, expatriados, muertos antes de tiempo, algún suicida. Desde chico vi en el mundo a mi alrededor que los hombres casi no estaban; era este un país de mujeres que sostenían el andar cotidiano de las cosas. Una generación después iba a repetirse esto.
Tan oscuro es mi linaje, que ni siquiera puede decirse que Minieri sea el verdadero apellido. Mi bisabuela paterna tuvo un encuentro amoroso con alguien, y de resultas de tales escaramuzas (ojalá gratas) vino al mundo mi abuelo paterno, Roberto. Para evitarle mayor vergüenza a la chica, su padre (o sea, mi tatarabuelo) registró al chico como de él y de su esposa. De ese tatarabuelo que figura como bisabuelo en los papeles, sólo me llegó que era dueño de un negocio de venta de zapatos en Benito Juárez, provincia de Buenos Aires.
Me hubiera gustado conocer a esa bisabuela Minieri, hija de un Minieri y madre de un Minieri, que tramó un nudo tan redundante para iniciar esta rama de la gigantesca enredadera humana. Seguramente habrá tenido sus encantos para atrapar a un caballero andante. Ahora, en cuanto a la discordancia entre el apellido formal y el verdadero, muy posiblemente la mayoría de las familias de la tierra habrá experimentado similares intromisiones, y nadie parece molestarse mucho por ello. Y en fin, a la corta o a la larga, ¿acaso no venimos todos de alguien desconocido?
Lo cierto es que en esta situación, felizmente no puedo ser anti nada. Ni antisemita, ni antinegro, ni siquiera antigermano, por decir algo. Vaya a saber qué sangre lleva uno. Ha sido un condicionamiento que agradezco; me evitó desde el vamos devaneos racistas o fundamentalistas de cualquier índole, en los que sería soberbia no pretender incurrir. Si estuviera de moda hacerse un escudo, pondría en su campo algo que indique el origen no del todo claro. Pongamos, un guante de mano izquierda, para aludir a cosas por zurda.
Sigamos otro paso con el linaje Minieri. El siguiente hombre oscuro fue ese abuelo Minieri nacido de un desconocido. Crecido ya, casado, y cuando habían pasado unos pocos años de su feliz matrimonio con mi abuela Angelita, salió un día de casa y ya no volvió. Muchos años después, cuando la abuela hojeaba las páginas del diario La Nación, prorrumpió en un grito y se deshizo en sollozos. Había encontrado en la sección de fúnebres de un diario tan distinguido la noticia de que su esposo era finado. Lloraría ella su juventud perdida, su única oportunidad de amar, en un tiempo, un lugar y un medio social donde había quedado condenada a una falsa viudez perpetua, vestida íntegramente de negro. (También mi padre se extravió y terminó matándose.)
La abuela Angelita era de la familia Zubeldía Casal, inmigrantes vascos que se habían afincado en las hermosas tierras de María Ignacia - Vela, poblado de nombre esquizoide, cerca de Tandil; allí tenían un campito que recordaba a su Guipúzcoa, con un arroyuelo entre varias grandes peñas. Criaban ovejas y habían alzado una casa que otrora se divisaba desde el tren, “la casa de las catorce ventanas”, siete de ellas visibles en el costado del alto caserón lejano frente a las vías.
La prole del bisabuelo Zubeldía, cuyo nombre desconozco, y de su mujer, estuvo formada por trece hijos. En la familia había un aura de intelectualidad y un toque de divertida locura. De los trece hermanos la mayoría fueron solterones y solteronas. Sólo dos se casaron. Las y los restantes seguían habitando entre la casa solariega de María Ignacia y una que tenían en Tandil, donde alcancé a conocer a algunos.
Los hombres (mis tíos abuelos) salían temprano a trabajar las majadas y recorrer el campo. He contado en otro lugar cómo Ramón se diferenció cuando joven: buscó trabajo letrado en una escribanía, en el medio intelectual y ácrata del pueblo de Vela. Las mujeres hacían algunas tareas con la preparación de manteca, quesos, el ordeñe, algo de hilado y tejido con la lana de las propias ovejas. Esto hasta que la modernización de la década de 1960 y el envejecimiento hizo que fueran dejando de lado estas labores. Desayunaban, almorzaban, merendaban y cenaban con cordero y mate, acompañados por alguna fruta de los durazneros y perales del patio. En la mesa dejaron durante bastante tiempo un plato con cubiertos para “la finadita Ignacia” que ha de haber sido alguien muy especial, porque su muerte ocupaba años después un lugar enorme en las palabras y los actos de sus hermanos. Terminada la comida, y como un signo de refinamiento en seres que se manifestaban aquejados siempre por alguna migraña, pasaban una bandejita de plata con aspirinas, para que los comensales se sirvieran.
Alcancé a conocer a Ramón, para mí el personaje más interesante de los Zubeldía, y cuyo nombre llevo. En otro lugar de este blog he tratado de juntar lo que de él recuerdo.
Llegué tarde para conocerlo a Manolo, es decir Manuel Zubeldía, hermano y compinche eterno de Ramoncito. Cuando comencé a tratarlo a este último, estaba desolado por la muerte de Manuel, que era el humorista de la familia. Ramón era la viva imagen de la “gravitas”, hasta en su habla, que parecía la página abierta de un clásico; en cambio Manolo había sido jocoso y dicharachero.
Sí pude tratar a mi abuela Angelita, mujer de amores incondicionales, capaz de hacerse escasear la comida para brindarle un regalo a un ser querido. Era menuda, casi no dormía ni comía, parecía aspirar a desencarnarse definitivamente. A sus setenta años, fumaba. Cuando quería vestirse de lujo, se calzaba un vestido largamente abotonado, negro por supuesto, una chaquetilla del mismo color encima, un ancho pañuelo de encaje, y unas altas botitas del mismo color. Tocaba la guitarra de oído interpretando velozmente milongas, valsecitos y serenatas. Sufría periódicamente unas migrañas que la dejaban caída e inerme en su cama. Ella las atribuía al peregrinaje de una aguja por el interior de su cuerpo. En una ocasión, decía, estaba cosiendo, y por distracción apoyó el brazo donde había una fina aguja. Esta se introdujo en alguna de sus venas, y desde entonces andaba por allí.
También traté a su hermana, mi tía abuela Elenita, que siempre había sido la niña terrible de la familia. A los casi setenta años seguía con su regalado tren de vida, consistente en permanecer hasta casi el mediodía en la amplia cama sedeña, donde se maquillaba meticulosamente, leía, conversaba con las visitas y tomaba su mate en bandeja de plata. El rostro de Elenita era un hermoso artificio, como el de las faraonas egipcias coloreadas de albayalde. Habría sido una experiencia inolvidable ver emerger cada mañana sus rasgos de la nada, cuando ella se dibujaba las cejas, se pintaba dos mejillas sonrosadas con colorete, se diseñaba una boca…
Acostumbrado a pensar que nada se olvida en algún lugar de nuestras vísceras, que todo se recuerda en nuestra desmemoria, doy por sentado que algo traigo de cada uno de estos antefuturos. He hablado ya del reloj irreductible de Ramón, y de la herencia de su porfía que creo llevar; quizás otra media faz de mi carácter sea bufonesca como la de Manolo – me permito una broma en los momentos más álgidos. Quizás la aguja en el cuerpo sea una buena metáfora que puedo tomar prestada de Angelita, para justificar ese dolor que a veces precede a sus motivos, los días en que parece desgastado el deseo, la aguijante inquietud que no cesa. Quizás día a día, pero en mi caso con esta caja de maquillajes de la escritura, tenga que hacerme un rostro encima de una superficie donde hay nada. Quizás sigo poniéndole un plato a cada uno de ellos, y no sólo a la finadita Ignacia, en la mesa de mi tiempo. Y quizás soy otro furtivo y fugitivo; y un día voy a ver la noticia de mi óbito en un diario – no creo que sea La Nación -, y me pondré a llorar por todo lo que no me supe acompañar fielmente, rutinariamente, aburridamente, como todo amante que aprende a soportar a la criatura amada a pesar de ella misma. Y de sí mismo.
Enero de 2009.
1 comentario:
y me pondré a llorar por todo lo que no me supe acompañar fielmente, rutinariamente, aburridamente, como todo amante que aprende a soportar a la criatura amada a pesar de ella misma. Y de sí mismo.
Todo el relato atrapa,pero este cierre es impactante y doloroso.Se siente un corte abrupto y sorpresivo donde la vida y el amor son devorados irremediablemente. ALMA
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