Mis dos Rosas
La abuela Choilao
La Patagonia ha venido siendo tierra de expatriados, de refugiados. También yo lo era cuando llegué acá en 1975. Pronto supe que mi venida, como la de otros de mi generación, era apenas un episodio en una extendida historia de exilios terrestres o ultramarinos, tanto o más desgarradores. La zona del Colorado había sido también un punto de llegada para los mapuches expulsados de otras tierras, tierras más al oeste y al sur, cuando la ocupación militar y latifundista de 1878. Aquí habían encontrado más fuentes de trabajo, en campos donde pronto se fragmentó la gran propiedad; también había dispensario, escuela, tren hacia la ciudad cercana, y no era difícil hallar un terreno baldío para alzar el ranchito. Se entiende entonces que el primer camaruco que se menciona públicamente después de la ocupación fuera el celebrado en 1893 en Buena Parada, poblado originario sobre ese río que entonces tenía el color del lacre.
A poco de llegar supe de una abuela mapuche que en el pueblo era reconocida y valorada como tal. Doña Rosa Chuelan, o Choilao, era una mujer ya mayor, nacida hacia 1900, madre de muchas familias. Bajo un algarrobito en su patio de Buena Parada plantaba su telar, y en él tejía una fronda de matras, ponchos, fajas. Sobrevivía y alimentaba a más de un chico gracias a la venta de esos magníficos tejidos. Sus guardas recitaban mudamente los significados mágicos: la greca que es camino hacia los trasmundos, el choique que es galaxia (porque su plumaje forma las Nubes de Magallanes, en el cielo, donde los difuntos siguen en perenne y feliz cacería).
Mucho tiempo después supe que la abuela Choilao les había prohibido hablar “la lengua” (mapuzugun) a sus hijas y nietas. Y no quiso enseñarles a hilar ni a tejer. Las sacaba de su lado cuando estaba trabajando, con modales destemplados. Alguna de sus nietas aprendió un poco, espiando a hurtadillas. Ya mayor, viajaba con una beca municipal a Bahía Blanca… para aprender telar mapuche.
Un almanaque editado por el gobierno provincial en 1974 estuvo ilustrado con una gran foto de la abuela, toda su altivez y sabiduría ante el telar. Ella murió pobremente. Hoy son apenas menos pobres sus hijos y sus nietos.
En los años 70 todavía resultaba difícil comunicarse con la abuela Choilao. Ella tenía sus razones para recibir con cierta aspereza a los visitantes, y más aún si demostraban curiosidad, como en mi caso. Y tampoco eran muchos los que intentaban acercarse a los hermanos mapuche. Hoy sabemos más claramente que todos somos indios, en tanto que todos somos pobres. La escuela pública, bendita sea, supo ayudarnos a descubrir esto.
Rosa Choilao es una de mis dos Rosas. La otra es Rosa Luxemburgo. Ambas nacieron en países y pueblos sometidos. Una tuvo que guardar un forzado silencio. Pero su vientre preparó un desquite que recién está empezando en sus nietos. La otra hizo historia y poesía, habló en palabras y en revoluciones. No tuvo hijos de sangre, pero de tanto en tanto sucede que alguna calle en el mundo se llena con los hijos de su voz. Desde mis ojos y mi memoria, las dos Rosas suelen mirar lo que escribo; aspiro a sentir alguna vez su aprobación.
La abuela Choilao
La Patagonia ha venido siendo tierra de expatriados, de refugiados. También yo lo era cuando llegué acá en 1975. Pronto supe que mi venida, como la de otros de mi generación, era apenas un episodio en una extendida historia de exilios terrestres o ultramarinos, tanto o más desgarradores. La zona del Colorado había sido también un punto de llegada para los mapuches expulsados de otras tierras, tierras más al oeste y al sur, cuando la ocupación militar y latifundista de 1878. Aquí habían encontrado más fuentes de trabajo, en campos donde pronto se fragmentó la gran propiedad; también había dispensario, escuela, tren hacia la ciudad cercana, y no era difícil hallar un terreno baldío para alzar el ranchito. Se entiende entonces que el primer camaruco que se menciona públicamente después de la ocupación fuera el celebrado en 1893 en Buena Parada, poblado originario sobre ese río que entonces tenía el color del lacre.
A poco de llegar supe de una abuela mapuche que en el pueblo era reconocida y valorada como tal. Doña Rosa Chuelan, o Choilao, era una mujer ya mayor, nacida hacia 1900, madre de muchas familias. Bajo un algarrobito en su patio de Buena Parada plantaba su telar, y en él tejía una fronda de matras, ponchos, fajas. Sobrevivía y alimentaba a más de un chico gracias a la venta de esos magníficos tejidos. Sus guardas recitaban mudamente los significados mágicos: la greca que es camino hacia los trasmundos, el choique que es galaxia (porque su plumaje forma las Nubes de Magallanes, en el cielo, donde los difuntos siguen en perenne y feliz cacería).
Mucho tiempo después supe que la abuela Choilao les había prohibido hablar “la lengua” (mapuzugun) a sus hijas y nietas. Y no quiso enseñarles a hilar ni a tejer. Las sacaba de su lado cuando estaba trabajando, con modales destemplados. Alguna de sus nietas aprendió un poco, espiando a hurtadillas. Ya mayor, viajaba con una beca municipal a Bahía Blanca… para aprender telar mapuche.
Un almanaque editado por el gobierno provincial en 1974 estuvo ilustrado con una gran foto de la abuela, toda su altivez y sabiduría ante el telar. Ella murió pobremente. Hoy son apenas menos pobres sus hijos y sus nietos.
En los años 70 todavía resultaba difícil comunicarse con la abuela Choilao. Ella tenía sus razones para recibir con cierta aspereza a los visitantes, y más aún si demostraban curiosidad, como en mi caso. Y tampoco eran muchos los que intentaban acercarse a los hermanos mapuche. Hoy sabemos más claramente que todos somos indios, en tanto que todos somos pobres. La escuela pública, bendita sea, supo ayudarnos a descubrir esto.
Rosa Choilao es una de mis dos Rosas. La otra es Rosa Luxemburgo. Ambas nacieron en países y pueblos sometidos. Una tuvo que guardar un forzado silencio. Pero su vientre preparó un desquite que recién está empezando en sus nietos. La otra hizo historia y poesía, habló en palabras y en revoluciones. No tuvo hijos de sangre, pero de tanto en tanto sucede que alguna calle en el mundo se llena con los hijos de su voz. Desde mis ojos y mi memoria, las dos Rosas suelen mirar lo que escribo; aspiro a sentir alguna vez su aprobación.
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