jueves, 22 de enero de 2009

Las calles callan. Héroes, poetas, batallas. Y adoquines.

LAS CALLES CALLAN

Héroes, poetas, batallas. Y adoquines.

Las calles callan tanto…

En una esquina de la cuadra donde viví en Córdoba, había habido tiempo antes una laguna; y a sus orillas, un gigantesco tala. Durante las noches tórridas del verano, en la charla con los vecinos nacidos allí añorábamos el reflejo de la luna sobre las ondas de esa laguna perdida, y sentíamos la ausencia del árbol campestre y enorme. Algunos pájaros daban vueltas sobre el lugar a comienzos de la primavera, como buscando las aguas y la sombra que ya no estaban.

A la orilla de esa laguna se había peleado una de las batallas de la guerra civil. En 1861 las tropas cordobesas que respondían al presidente Derqui, federal y hombre del interior, fueron derrotadas por las tropas cordobesas que respondían al general Mitre, liberal centralista y porteño. Fue un entrevero de caballerías, sin tiros ni huellas de hombres.

Después, en 1869, sobre esas mismas tierras se proyectaron, trazaron y vendieron los solares de un pueblo nuevo. Un arquitecto francés diseñó una plácida ciudad europea, con calles anchas, una plaza amplia, árboles extendidos, lugares para silencios y pasos lentos. La laguna quedó tapada por el pavimento, y el árbol fue talado.

A veces los sucesos, de tan intensos, se tornan metáforas. Esto de tapar un campo de batalla y el recuerdo de la batalla misma con una ciudad europeizante es también una imagen de nuestra peripecia nacional.

La historia siguió haciendo lo suyo. Ese nuevo Pueblo General Paz, así se llamaba, era independiente de la ciudad antigua. Recibía mercancías sin cobrar impuestos de ingreso. Hubo entonces una guerra aduanera y jurídicamente cordobesa, hasta que se zanjó la contienda incorporando a General Paz a la ciudad de Córdoba. Para prolongar la metáfora, hoy por hoy la antigua ciudad europea, enloquecida por los negocios inmobiliarios y los martillos neumáticos, es otro barrio, igual en su condición de tal a la Villa El Náilon o a Los Cuarenta Guasos.

Cuando andaba por Córdoba, la amada Córdoba, sentía que dos por tres, bajo un solado, en una cripta por descubrir o tras una pared, había una presencia como la del cuento del amontillado o la del gato amurado de Poe. Córdoba debe ser la ciudad argentina con más fantasmas reconocidos y oficializados por metro cuadrado, sea en criptas, en antiguos palacetes o al aire libre. Le hubiera encantado a Baudelaire, para quien los fantasmas eran la población más significativa de París. Azor Grimaut, el escritor de Córdoba, habría conversado gustosamente con Baudelaire, y le habría presentado a los fantasmas de su ciudad: los conocía personalmente, a todos.

Juan Larrea, Agustín Tosco

Después supe que uno de esos fantasmas se llama Juan Larrea (esto lo aprendí del poeta inglés y patagónico Robert Gurney). Por ahí anda un hombre que encarnó el verbo; sé que enseñaba en la universidad. ¿Dónde habrá vivido? ¿Qué caminata hacía diariamente por esa ciudad de su exilio?

Otro hombre me sale al paso, siempre, en la esquina de Colón y Vélez Sársfield, donde todavía está el mismo pavimento que él pisó. Allí debiera estar su efigie: la estatua de Agustín Tosco, caminando, avanzando un paso, con su noble mameluco, junto a otros. Tosco fue un gran poeta del siglo XX, por lo que escribió y por lo que hizo; y uno de los grandes autores del inmortal cordobazo, obra histórica y ópera colectiva inigualada. Desde esa esquina comenzó el tramo decisivo de su marcha, compartida con muchos. ¿Cómo una ciudad que tantas cosas recuerda no le ha dedicado esa estatua? Todo ese recorrido por la Vélez Sarsfield hasta el cruce con San Juan, fue una Vía de la Revolución o de la Rebelión, para la ciudad y para la Argentina. Pero en esa última esquina han erigido un shopping, el Patio Olmos. Por ahí suelen andar una chica y un joven remedando estatuas vivas, empolvados de blanco, a cambio de unas monedas. Esas estatuas no tienen aire cordobés ni mameluco – son impostada y vagamente clásicas, como el antiguo Pueblo General Paz. El sudor y el cansancio les corroen también a ellas la corteza marmórea y el ademán augusto. Más estatuarias siguen siendo las fotos de aquel Tosco en cuyo cuerpo y ropa revivían los carteles de la República Española.

Los adoquines de Bahía Blanca

Dicen que hay algún fantasma clásico en Bahía Blanca. Que alguien dejó un grabador encendido durante la noche en el Teatro Municipal vacío, y que allí quedaron registrados los aplausos de una concurrencia paqueta que anda por entre esas sombras. Pero en todo caso se trata de una población escasa. Los fantasmas que de veras claman y no se resignan a dormirse son otros, los que fueron sembrados entre 1975 y 1983.

Cuando camino por las calles de Bahía Blanca, entreveo en mi memoria los adoquines. Eran unos cubos grises, grandes y desparejos. Las tortuosas calles adoquinadas parecían una larga serie de jorobitas, que hacían resonar las ruedas de los carros y de los autos. Por la mañana se escuchaba el rítmico son de los cascos de los caballos. Tiempo después oí algo parecido, pero ejecutado por zapatos; era una música tradicional canadiense que trajo el amigo Gabriel Bendersky, musicólogo cordobés. Por entonces el lechero, el panadero, el carnicero y el pescadero venían en carros, y el clop clop los anunciaba con un matiz de alegría, de frescor matutino; un sonido que pregonaba que el mundo estaba funcionando, que los trabajadores de los tambos y las panaderías habían estado desde el alba preparando los alimentos para todos, que los pescadores habían regresado con sus lanchitas de las aguas de la bahía, que ciertas cosas andaban bien. Las herraduras sacaban chispas de los adoquines, y a veces quedaba en el aire un momentáneo aroma que recordaba al de la pólvora.

Eran los años que siguieron al golpe de 1955. Ignorantes de algunos aspectos de esa historia contemporánea, los chicos traviesos del barrio (es decir, todos) conseguíamos grandes bulones para un juego explosivo. Rellenábamos la rosca del bulón con carburo de potasio, o con potasio nomás, y luego apretábamos fuertemente la tuerca. El paso siguiente era arrojar el bulón con todas las fuerzas sobre un adoquín… y sentir que los tímpanos hacían ruido de papel roto cuando estallaba la carga explosiva. Quise decir que eran los tiempos de la resistencia peronista, y solía haber algún atentado. De modo que al escuchar nuestros bulonazos, las señoras del barrio salían a retarnos, y alguna, asustada, nos decía que basta, que había creído que eran los peronistas. Las demás callaban. Seguramente habrá adoquines a los que les falte alguna esquirla, ahí donde pegó y estalló un proyectil.

En otros lugares como Tandil había adoquines menudos, de diseño perfecto. Habrían hecho falta cuatro de esos adoquines mignon para equilibrar uno de los toscos cubos bahienses. A esos pequeños se los disponía con más arte, componiendo formas de palmeras abiertas en el pavimento; era todo un desafío pensar cómo los obreros armonizaban una palmera con otra en los bordes.

Unos y otros, adoquines mayores o menores, rutinarios o elegantes, fueron sustituidos en la década de 1960 por la uniformidad del asfalto. Los dueños de autos bendijeron el cambio en nombre de sus carrocerías. Se sabe que es muy fuerte la identificación del ser humano con el auto, con sus padecimientos y alegrías. Así el auto pasa a ser la víscera más importante de una persona.
No sólo recuerdo los adoquines de Bahía Blanca. Cuando muchachos sostuvimos alguna vez un idilio en la hermosa plaza Moreno (sobre la calle de este nombre, al 900). Una plaza de formato antiguo, con casuarinas, pérgolas de flores, y el suelo tapizado con conchilla blanca que traían de la costa de Punta Alta. Un día supimos que bajo esa plaza había un cementerio. Fue cerrado a fines del siglo XIX porque ya estaba repleto, con tantas víctimas de las pestes, y se creó uno nuevo en las afueras. Nuestros amores habían transcurrido, con sus penas y alegrías, sobre las constancias de la muerte. Quizás sea así siempre, pero no nos damos cuenta.

Una poesía de Robert Gurney

Bob Gurney es un hermano que me ha nacido en los últimos meses. Mientras esto escribo, sé que él sentirá como propios esos párrafos relacionados con Córdoba y con su Juan Larrea. También he venido a descubrir que él creció en Luton, donde había calles adoquinadas como las de mi infancia bahiense. Con elegancia y concisión que multiplican la carga emotiva, él expresa este modo de sentir las piedras, las calles, y lo que está oculto bajo lo visible:


Rhythms

The first poem I wrote
was triggered by the sound of high heels
striking the pavement
outside our house
in Luton.

I was fifteen.

A friend of mine,
who lives in Río Colorado,
remembers the clip-clop, clip-clop
of horse-shoes
hitting the cobble stones
outside his home
in Bahía Blanca.

He can still hear the echo.

Grey stones, flecked with quartz,
hacked out by convicts
from the quarries of Olavarría,
they are probably still there,
buried under the tarmac.

He can still picture
the tracks of the baker’s,
the milkman’s and the butcher’s carts
left in the dew.

Robert Gurney

En la traducción de Verónica Minieri:
Ritmos

El primer poema que escribí
lo desató el sonido de tacos altos
golpeando la vereda
fuera de nuestra casa
en Luton.

Tenía quince años.

Un amigo mío
que vive en Río Colorado
recuerda el clip-clop, clip-clop
de las herraduras
retumbando en los adoquines
fuera de su casa
en Bahia Blanca.

Todavía puede oír el eco.

Piedras grises, moteadas con cuarzo
partidas por convictos
en las canteras de Olavarría,
es probable que todavía estén ahí
sepultadas bajo el asfalto

Todavía puede ver en su mente
las huellas del carro del panadero
del lechero y del carnicero
que quedaron en el rocío.


... y otros ecos

En algunas calles los adoquines no fueron arrancados de su lecho de arena, sino simplemente tapados por el asfalto. A veces una rotura en el pavimento más moderno permite distinguir los hombros fuertes, intactos, de las viejas piedras que parían cantos y chispas. Esos cubos de granito venían de Sierra Chica, donde los labraban los presos. Cuánto esfuerzo, cuántas manos y cinturas fatigadas, cuánta maldición y quizás también cuánto de olvido, de distracción y hasta de risa ocasional en la cantera, ha sido tapiado con los adoquines de Bahía Blanca. Penurias, desgracias, maltratos y compañerismos que mutaron en caminos compartidos, cantarines, luminosos.
Este que llamamos "el mundo" es apenas uno entre los muchos mundos que conviven, se traslapan y se entrelazan. Siento que habitamos en niveles, como los infiernos y cielos del Dante, o quizás más certeramente, como los varios mundos superiores e inferiores que se conectan a través del rehue, el árbol mágico que es eje de universos. En cada calle de ciudad y en cada callejuela de nuestra entidad personal está el mundo de los presos, el de los soldados derrotados o vencedores, el de la laguna y el tala perdidos, el de los héroes que deciden caminarlas de modo irreversible, el de los poetas, el del tambo y la panadería con sus carros de reparto. Con todos esos personajes y con todos esos mundos me gustaría que nos encontremos. Y que estos renglones sirvan como una precaria guía para recorrer algo de lo que las calles callan.
También me quedo pensando en el modo de hacer que las calles vuelvan a decir lo suyo. Ponerles pies, canciones y estribillos que las hagan hablar. Algo así he compartido en una marcha contra un fraude electoral. Y también en un festejo de Carnaval, cuando las ciudades recobraron murgas y comparsas que habían estado prohibidas por los gobernantes del período oscuro.
Ramón
Río Colorado, enero de 2009.

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