Patagónico, poeta de varios mundos
Van dos años desde mi primer encuentro con Robert Gurney. No sé si alguna vez llegaré a verlo y estrecharle la mano; sin embargo, por el puro camino de la palabra, él se ha instalado en mis días. Es una presencia que llegó a través de la red de computadoras, como para refirmar aquel pensamiento de Rafael Barret: las máquinas no son cosas sino criaturas mixtas, espíritu que aletea en la materia.
El camino para llegar hasta Bob, admirado poeta, lo han trazado tres poetas admirados; como una noria de cangilones, una roldana de cantares nos ha llevado hasta las mismas páginas. Páginas que son personas y lugares habitados.
Juan Larrea
Tres poetas; los citaré por orden de llegada al mundo. El primero, Juan Larrea, nacido en Bilbao en 1895. Cuando apenas orillaba los treinta años, ya Vicente Huidobro lo saludaba como al genio joven que estaba renovando radicalmente la poesía española. Larrea había pasado por el tamiz las estéticas contemporáneas, y estaba proponiendo y haciendo una poética superadora. Lo admiraron Gerardo Diego y Luis Cernuda, para quien fue maestro oculto de Federico García Lorca, Rafael Alberti y Vicente Aleixandre.
Larrea vivió en París desde 1926, y escribió en francés gran parte de su poesía, traducida luego al castellano por él mismo y sus compañeros poetas. Realizó una travesía iniciática por el Perú de su amigo César Vallejo entre 1929 y 1931. De nuevo en Europa, formó el Museo de América de Madrid; hizo donación de sus colecciones de arte incaico al pueblo de la República española, cuya causa apoyó; asistió a la creación del Guernica de Picasso e intervino en su traslado a Londres; y se vino definitivamente a América en 1939. Él había pregonado que “sólo hay un modo de ser, el de la pasión”; y es la pasión, pasión sustentada en un conocimiento sólido, la que nutre sus geniales prosas de crítica cultural, política, estética. Aún en 1977 llama a lo de Guernica “el crimen” y a Franco “el monstruo de los monstruos”.
Desde 1956 y hasta su muerte en 1980 Juan Larrea, verbo de nuestro tiempo, estuvo viviendo, dando clases e investigando en la Universidad, en una Córdoba donde pocos lo percibieron y lo recuerdan. Desde ya que él no buscó la difusión; pero es para preguntarse por qué fue escasamente advertido. ¿Será por esa degradación que sintió Martínez Estrada “cuando al maestro lo transforman en profesor y al discípulo en alumno”, encerrados ambos en puntajes y diplomas? ¿O porque en la ciudad de Genta y Hugo Wast, su persona y su obra no eran del agrado de las fuerzas del orden?
Nicolás Guillén
Tres poetas. El segundo, Nicolás Guillén, nació en Camagüey en 1902. Así como Larrea eligió escribir en francés para hallar esa poesía que luego nos alimenta en español, así Guillén buscó y encontró en la lengua de Cuba otra lengua, hasta entonces inédita: la que estaba en la voz de los negros. Y la trajo para renovar el idioma común, la vida, y la política grande, que es poética. Antes de cumplir sus treinta años, también él había hecho estallar este nuevo lenguaje, con Motivos de son (1930) y Songoro Cosongo (1931). De travesía por América, en 1947 Guillén estuvo en Córdoba, donde dio una conferencia y pasó una temporada en El Retiro; su visita, comentada en uno de los diarios cordobeses, atrajo a los círculos de intelectuales de izquierda; hoy casi nadie la recuerda tampoco. Volvió aquí en 1958, pero tuvo que irse antes de lo previsto hacia La Habana, para su encuentro definitivo con la Revolución, en los primeros días de enero de 1959.
…y Raúl Artola
El más recién nacido de los tres, Raúl Artola. Sería injusticia querer dar cuenta de su obra de poeta; sólo me doy permiso para decir que Raúl es capaz de desplegar cada palabra que elige para revelar en ella una riqueza inigualable. Para imaginarlo, hará falta acudir a otro idioma: no ya al francés o al mulato caribeño, sino al japonés. Admiro su “Croquis de un Tatami”; por contagio de tan feliz título, vine a pensar que sus poesías son frutos de origami; universos, aves, bestias y pueblos contenidas en formas, cuadros de Petorutti o de Francis Bacon que hablan, dotadas de innumerables planos y matices. Aquí me extenderé sobre otro de sus afanes. Artola fue en su momento un exiliado interior. Nacido y crecido en los hermosos pagos de Las Flores (no muy lejos de Azul, de Chillar, lugares también de mi infancia) allí padeció persecución y angustia en 1974 y después. Por entonces se acercó definitivamente al oficio de poeta, y luego quiso vivir en la Patagonia. Ha hecho de sí, creo, el más certero y generoso conocedor y pregonero de la poesía y la narrativa de este sur, y de los autores mismos. Todos le debemos el espacio de alguna página, alguna referencia, algún consejo para la publicación de nuestros trabajos. Y esto ya desde mucho antes de que iniciara su revista “El Camarote”, que va por los catorce impecables números ofrecidos sin interrupción.
Desde esa tarea, desde “El Camarote” y desde Viedma, lugar de puentes, Artola hizo de puente para mi encuentro con Bob.
Relato de varios encuentros.
La cosa fue así. En el 2001, viviendo en Córdoba, recordé que por allí había andado Nicolás Guillén. Llegó en 1947 a una ciudad erizada de enfrentamientos, intervenciones y persecuciones. Busqué datos, entrevisté a quienes habían estado cerca de él, y escribí un artículo, que no fue publicado en el diario “grande” al que lo envié. Años después, cuando Raúl leyó este trabajo, le dio espacio en El Camarote.
Al cabo de unos días de la publicación, un mensaje de Artola me anoticiaba de un acontecimiento singular. Desde Inglaterra el poeta Robert Gurney le había enviado una poesía inspirada por ese artículo, escrita en castellano. Me vi citado en versos: frases, nombre y apellido. Fue al mismo tiempo una iluminación: ese hombre al que no conocía, con su varita de rabdomante, había descubierto poesía bajo la prosa de mi artículo.
Mi primera tentación fue agradecerle a Raúl por tan bella y alentadora invención. Luego, cuando accedí a la poesía de Gurney en Internet, creí en la existencia de él, y en los milagros que opera la palabra. Hoy aquella página está en su “Poemas a la Patagonia.”
También Robert está en un cruce de idiomas y de patrias. Nació y reside en Inglaterra; pero en su juventud coincidió con el argentino galés Enyr Jones, con quien aprendió el castellano. Sospecho que Jones, como luego Ferdy Woodward, fueron para Gurney verdaderos maestros.
Es algo más que casualidad que se haya encontrado con Raúl Artola. Bob venía descubriendo las voces y los seres de la Patagonia, como viajero, explorador y lector, capaz de alentar y valorar a un gran poeta de esta tierra, Andrés Bohoslavsky. Acudo a las palabras del propio Bob, mejores que cualquier comentario: "Creo que hay que subrayar la importancia, para mí, de la poesía de Andrés Bohoslavsky. Cuando la leí por primera vez, una puerta se abrió."
La Patagonia, Córdoba, el sapo, la sal.
También creo más que casual mi propia resonancia con Bob Gurney. Coincidimos en ser apasionados patagónicos por adopción, como Artola. Hemos buscado huellas de poetas que anduvieron por Córdoba, y a veces nos hemos planteado preguntas similares en torno a los poetas y al olvido. Bob había abordado la obra de Guillén desde su cátedra. Me comenta: "La poesía de Nicolás Guillén me ayudaba mucho (daba clases sobre él en La Universidad de Middlesex (Londres)." Ha realizado un extenso y pensado estudio de la obra de Juan Larrea, que ha marcado época en el conocimiento del poeta exiliado en Córdoba.
Otras correspondencias me asombran: cómo él menciona más de una vez el juego del sapo, que desde hace años me intriga y apasiona. (Ese invento griego que creció en la Normandía medieval, que entretuvo a Descartes en sus ratos perdidos en los Países Bajos; que extrañamente sigue en vigencia aquí, único país junto a Perú donde presenta la figura gorgónica de “la vieja”.) O su interés por la Trapalanda, que ando buscando, cuyos datos están en algún otro lugar de este blog, y que ocupa algún párrafo hermoso en el libro de Mollie Robertson. Y también, por ser habitante de un país de la sal, me sentí cerca de él al saber que vive parte de su tiempo en Port Eynon, lugar de antiguas salinas.
Saludo en Bob los rasgos más preciados que pueden caracterizar a un amigo, un escritor, un hombre. Esa generosidad de los poetas que están atentos a la palabra dondequiera y en quien se dé (quizás espejo de esa soledad de los poetas a quienes les urge hallar afines). Esa vocación para ponerse en viaje, buscarse en camino. Esa individualidad múltiple, hecha de tantas intersecciones; como la obra de arte en palabras de Ciocchini: insular, pero lugar de llegada de múltiples corrientes y vientos. Esa multiversidad facilita encontrarlo y encontrarse en él.
En su obra, aprendo el motivo de la elección de un lenguaje: no supe muy bien por qué escribo en castellano, hasta conocer los motivos que él da. Aprendí también que la poesía es un idioma que está más allá de los idiomas conocidos, y puede darse en más de uno de ellos a la vez. En sus páginas la presencia del lenguaje y los hechos de cada momento, la vida de las humildades de esta tierra, son transfiguradas por su toque de varita, que allí descubre la poesía. Lo que él señala es esto, pero es precisamente por ello más que esto. Es lo que es; pero cuando él lo dice, adquiere intensidad y se torna memorable.
Agradezco este regalo, haber sido nombrado por Robert Gurney en una de sus poesías. Conociendo su palabra y su persona, qué más, qué mejor podría haber pedido.
Ramón Minieri
Río Colorado, 3 de enero de 2009.Para leer más poesía de Robert Gurney:
http://www.poeticas.com.ar/ (Poemas a la Patagonia)
http://www.bublegum.net/perebesso/13341/CARA+Y+CELLO+DE+BOB+GURNEY+A+ORILLAS+DEL+LAGO+DE+WARDOWN+.html
2 comentarios:
El juego del sapo intriga al poeta a partir de la intriga de otros. Es también el poeta, recreador de vidas mudas, de sueños indescifrados, de emociones que nunca se encuentran con la palabra que las nombra por habitar en hombres silenciosos.
Hombres silenciosos que no fueron bendecidos con el don de la poesía, pero que día a día avivan con sus fuelles la llama para que la vida arda y pueda ser relatada por los poetas de la palabra.
Gracias por serlo y completar el vuelo.
Con su proverbial generosidad, Ramón da cuenta del feliz encuentro con Bob Gurney, del que fui ese eslabón fortuito.
Lo que emociona es la manera de narrar y asociar hechos, nombres, situaciones, que tiene Ramón y demuestra a menudo, como hace poco en la conmovedora evocación de Héctor Ciocchini, que recomiendo a todos los lectores.
Y aprovecho para dar la noticia de que acaba de llegar de la imprenta ese número 14 tan esperado de El Camarote, donde la querida amiga Caroline Holder da cuenta de su peripecia de vida y del descubrimiento que hiciera del libro de Mollie Robertson, sus memorias de niña en dos estancias inglesas de la Patagonia.
Abrazo y sigamos disfrutando...
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